La mística de la Copa Davis es un medicamento que sana los quebrantos emocionales y sirve como reconstituye anímico: un bálsamo prodigioso muy indicado para ... quienes se dejan llevar por la incertidumbre y buscan a su auténtico yo, extraviado en el caso de Alcaraz en la infausta gira americana. Del otro lado del océano llegó el jugador murciano para alistarse como pretoriano de David Ferrer en una causa que pintaba mal. Reciente todavía la amargura de hace un año, cuando la tripulación española encalló en su camino hacia Málaga y dejó como recuerdo en la Fonteta ese rumor inquietante, el sonidillo molesto que detonan las dudas, si Alcaraz acudió a Valencia convencido o le tuvieron que retorcer el brazo ya da lo igual: en el itinerario donde busca su identidad, el tenis glorioso que este año le ha dado ya un par de 'majors', acertó cuando decidió regalarse una dosis de esos atributos que sólo la Davis garantiza. Camaradería, solidaridad colectiva, trabajo de equipo. El suplemento de compañerismo que sus compañeros le han regalado esta semana certifica la buena salud de la competición incluso en esta versión neonata que sigue sin ser del todo convincente, ayuda a recomponer la moral maltrecha del número uno español y de paso pone a Valencia en el foco mundial: el triunfo sobre Australia rubrica la candidatura del espectacular Roig Arena como sede de la serie final.
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Una constelación de éxitos que nacen de la recuperación anímica de Alcaraz aunque, como todo triunfo colectivo, la hazaña de la Fonteta se apoya sobre una larga serie de nombres propios. Ferrer dio una lección táctica desde esa silla que tanto recuerda a un potro de tortura, Bautista devolvió su confianza con un par de puntos para la historia, Granollers confirmó que España puede contar con un doble estupendo juegue quien juegue a su lado y nuestro Pedro Martínez se obsequió a sí mismo con una de esas tardes de púrpura para el recuerdo. También Carreño cumplió por encima de las expectativas, animado tal vez por el ejemplo del resto de sus compañeros, Alcaraz el primero. El número tres mundial que, mediado el segundo set frente a Chequia, cuando tuvo que remontar ante Machac, iba a por la toalla para secarse y aprovechaba para charlar con el público de esa esquina. «Vamos, Carlos», se decía él. «Vamos, Carlos», le replicaban sus fans. Y él asentía, porque encontraba en esas palabras el suplemento de cariño que fortaleciera la autoestima perdida. Mientras volvía a mantener con la grada ese mismo diálogo alguna vez más, pudo reparar en que añadir su primera Ensaladera a una campaña que se clausure con París y Londres y la plata olímpica en la vitrina, abrillantaría su impresionante palmarés y ayudaría a liquidar a ese imagen de tenista taciturno, en fuga desde la final de los Juegos, y que el espejo le devuelva la estampa que buscaba en Valencia: el mejor Alcaraz. El que sonríe mientras se acaba de secar el sudor en una esquina de la cancha. El que cuando se dice a sí mismo eso de «Vamos, Carlos», escucha el afectuoso eco de sus incondicionales. La mística de la Davis habla por ellos.
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