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VICENTE LLADRÓ
Lunes, 4 de enero 2016, 00:24
Realizar ventas con pérdida tiene la consideración de infracción grave, de acuerdo con la Ley de Organización del Comercio Minorista (Lorcomin, art. 65.1.c) y se puede sancionar con multas de 6.000 a 30.000 euros. Sin embargo, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha dicho en un informe que es «poco razonable prohibir o criticar de forma generalizada» la venta a pérdidas de alimentos.
La postura de la CNMC ha levantado ampollas entre los agricultores y sus organizaciones porque supone un jarro de agua fría sobre las aspiraciones del primer escalón de la cadena productora de alimentos para que se pudiera plantar cara por fin a las estrategias de las grandes corporaciones de la distribución comercial, empeñadas en utilizar artículos como reclamo, ofreciéndolos a precios bajos, incluso por debajo de costes. Una práctica bastante extensa que se traduce de forma irremisible en la fijación de precios bajos a los productores, inferiores en muchos casos a los propios gastos de obtención.
La sucesión de situaciones problemáticas en este plano, reivindicaciones de normalización y normativas que, como la ley de equilibrio en la cadena agroalimentaria, extendieron esperanzas en el campo, han contribuido a esparcir muchas expectativas, también bastantes decepciones y desde luego altas dosis de confusión.
Para completar el escenario, mientras desde instancias de las administraciones agrarias se había entrado ya en el reconocimiento de que las cosas son como las denuncian agricultores y ganaderos, sometidos a la imposición de precios bajos a toda costa, para poder sostenerse un sistema de venta final a la baja, Competencia puso el freno.
En su informe que dio luz verde al voluntarista Código de Buenas Prácticas en la Contratación Alimentaria, el organismo supervisor vino a señalar que en determinadas ocasiones puede resultar incluso una práctica (la de vender a pérdidas) que apoye la competitividad y la eficiencia entre los operadores de los mercados, con ventajas para los consumidores.
Desde luego, comprar a precio más bajo siempre es ventajoso para el consumidor, no para el productor si de esa forma pierde. Por ello hay leyes que tratan de poner coto y de defender una estabilidad para que el sistema productivo sea sostenible en lo económico.
La Ley de Competencia Desleal prohíbe la venta a pérdidas cuando pueda inducir a error a los consumidores, desacreditar la imagen de otros productos o establecimientos ajenos o eliminar competidores. No obstante la permite cuando el objetivo de la bajada sea alcanzar los precios de competidores, en casos de liquidación de existencias o para saldar productos con fecha de caducidad o que pueden estropearse.
Pero la mayor confusión que se da entre los agricultores y sus organizaciones profesionales en este terreno estriba en no diferenciarse claramente lo que es el coste de adquisición de una mercancía y el coste medio que ha sido necesario para poder producirla. Vender por debajo de uno u otro se entiende que genera pérdidas, pero no es lo mismo a efectos de las normativas ni se puede argumentar y defender con igual consistencia en un caso y en otro.
La legislación define la venta a pérdidas como la que se efectúa a un precio inferior al de adquisición que figure en factura. No obstante, como la bajada de precios llega a caer por debajo de los gastos de producción y diversos organismos oficiales se han prodigado en estudios para determinar qué cuesta de cultivar un kilo de cada fruta, por ejemplo, o un litro de leche, últimamente se tiende a creer que cuando un precio de venta final queda por debajo debe considerarse 'a pérdida' y, por tanto, denunciable y sancionable.
Una consideración moralmente ajustada, pero equivocada en cuanto a lo que dicen las normas legales, que insisten en que venta a pérdidas es la que se realiza a menos precio que el que figura en factura. Y aún así se conceden excepciones: poder seguir al competidor que vende bajo para no perder clientes, liquidaciones, saldos de género antes de que se pierda...
Por no citar también lo complejo que debe ser poder demostrar que una factura determinada corresponde fehacientemente a un género concreto y no a otro. Puede que para cualquiera sea fácil a priori, pero a los hechos prácticos nos remitimos: todo es darle vueltas y más vueltas al asunto, quejas, denuncias, reuniones, promesas, normativas que desarrollan y tratan de perfeccionar otras anteriores, inspecciones, expedientes... Pero nada nuevo. Todo sigue igual mientras se repiten las mismas historias de siempre.
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