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Nada más entrar en el cercado, el perro, Pat, se pone a corretear entre las carrascas y los robles. Espoleado por la voz de su dueño, «¡Ale, Pat, busca, busca...!», hace como una primera inspección de la plantación, y evoluciona tan juguetón que parece que no vaya a hacer bien su 'faena', la que nos ha traído a este paraje agreste y bellísimo, en las primeras faldas del Penyagolosa. Pero Melchor tiene muy claro lo que va a pasar enseguida, porque el perro actúa así y sabe de sobra que, pese a ser tan joven, ya es un gran 'profesional' que huele las trufas a distancia. Y, efectivamente, tras los primeros trotes, Pat se queda junto a un roble, olfatea y se pone a escarbar. Melchor lo aparta un poco, no sea que escarbe demasiado y rompa el trofeo subterráneo; le da como premio una galleta y se dispone a buscar la trufa con cuidado, mientras Pat ya está 'marcando' otra bajo una carrasca, y enseguida se va a otra contigua y hace lo mismo. No dan abasto, chucho y amo, y éste confirma que «estaba seguro de que aquí abría y las encontraríamos enseguida con este perro».
Estamos al noroeste de Atzeneta del Maestrat, el pueblo donde vive Melchor Rovira, y en unos kilómetros hemos ascendido desde los 400 metros de altitud del casco urbano hasta los 800. Conforme nos alejamos se van espaciando los bancales cultivados y va prodominando más el monte y el terreno escarpado. Cuando llegamos al destino vemos ya pocas parcelas labradas y masías desperdigada y en estado de abandono, aunque alguna está restaurada y habitable, como la del propio Melchor.
Enseguida llegamos a una valla metálica que protege claramente las cuidadas carrascas y los robles de dentro de la incursión de la fauna silvestre, sobre todo de los jabalíes, que desharían todo en un periquete y acabarían con años de tanto esfuerzo para poder cosechar trufas. A los jabalíes les encantan también las trufas y dicen que algún buscador utiliza jabalíes amaestrados, o cerdos. Melchor no conoce a nadie así, sólo sabe de los que van con perros adiestrados.
Sin embargo fue un perro que no estaba 'enseñado', llamado Ron, el que por casualidad le indicó a Melchor que aquel sitio era bueno para la trufa. El campo era aún de almendros, si bien con algunas encinas silvestres alrededor, y aquel perro se puso a escarbar y sacó trufas. Así que nuestro protagonista le dijo a su padre que había que cambiar los almendros por especies truferas, como ya venía haciendo gente en la comarca y en otras muchas zonas de España, y su padre le dejó hacer lo que mejor quisiera.
Melchor Rovira es profesor de física y química en el instituto de Vilafranca del Cid y todos los días recorre los 52 kilómetros desde Atzeneta, ida y vuelta. Podría haber elegido plaza en sitios más urbanos, más cómodos para tanta gente, pero él prefiere estar allí. Más aún, ni se le ocurriría cambiar. Por la calidad de vida en estos pueblos, por el aire limpio, por su familia (tiene 39 años, dos niños y una niña y su mujer es psicóloga de apoyo escolar), por sus truferas y también por sus alumnos. Y a los alumnos y su labor docente no la pone en último lugar, desde luego.
Mientras va cogiendo las trufas señaladas por Pat nos explica cómo funciona el proceso. Apenas quedan trufas silvestres, está todo muy sobreexplotado, y la producción descansa sobre lo que se cultiva. Los campos de truferas son explotaciones agrarias y se han de cuidar como cualquier cultivo. Se plantan árboles micorrizados, que significa que ya tienen esporas en las raíces. Porque la trufa «es com un rovelló que creix per a dins de terra, no fora». Es un hongo, y como todos, se reproduce por esporas. Por eso cuando saca una, antes de tapar el hueco con la tierra echa un puñadito de trufa espolvoreada con algo de turba, para favorecer que crezcan más. A continuación le da otra galleta al perro, para que sepa que cada acierto tiene su premio. Comenta que está viendo que son algo más pequeñas que otros años y lo achaca a que «no ha llovido en verano, y la trufa necesita 20 litros por metro cuadrado cada 20 días; que el suelo no pierda la sazón». Si no llueve hay que regar, pero no todo el mundo tiene disponibilidad de agua. Melchor tuvo que subirla este verano con cubas. Mucho esfuerzo, pero ha valido la pena, mantiene la producción. En esta zona tiene ya un millar de árboles truferos, en Mosqueruela cuenta con tres mil y ahora está probando a cultivarlos junto a Atzeneta, a sólo 400 metros de altitud; y va bien, lo que rompe esquemas, porque los libros dicen que se necesitan 700 metros como mínimo. La experiencia juega a favor. Y el terreno apropiado; con agua, desde luego.
Pat sigue buscando entre los 'calveros'. Es curioso ver que bajo las copas de los árboles truferos no crece la hierba. Los llaman también 'quemados' y son resultado de la influencia de los hongos asociados a las raíces; una simbiosis de la que nos aprovechamos para obtener esta joya de la gastronomía cuyo aroma ya embriaga el ambiente desde el macuto de Melchor. Los hongos toman a través de las raíces carbohidratos que sintetiza la planta y le aportan minerales del suelo. Se desarrollan a unos diez o doce centímetros de profundidad. ¿Y el precio? Varía mucho; lo más habitual, en vísperas navideñas, sobre 500 o 600 euros el kilo, pero este año, con la pandemia y el cierre de la hostelería en Francia (se vende allí el 95%) ha caído mucho la demanda. Veremos de aquí a marzo, que es lo que dura la temporada. Las mejores se cogen al final.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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