![La angustia de los pueblos acostumbrados a vivir del agua](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/201712/19/media/cortadas/119602026--624x418.jpg)
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Martes, 19 de diciembre 2017, 00:23
No hay vida sin agua. Ya lo sabían quienes fundaron Valentia junto al Túria. También los musulmanes, que aprovecharon las aguas para construir una red de acequias que todavía hoy, casi un milenio después, sigue en funcionamiento. Durante siglos la agricultura ha sido la actividad principal y los pueblos han ido creciendo junto a los ríos, pero en pleno siglo XXI hay lugares donde sus habitantes todavía hoy viven del agua en el sentido más amplio, y básicamente porque la Comunitat Valenciana es en su interior un lugar muy montañoso, en algunos lugares prácticamente inaccesible. Y como ejemplo, el municipio de Cortes de Pallás. Un lugar en el que hasta la llegada de la Segunda República no tenía comunicación directa por carretera por el exterior, una dificultad en los accesos que quedó demostrada cuando en pleno siglo XXI hubo unos desprendimientos que impidieron usar esa vía que se construyó hace menos de cien años. «En barca salimos de aquí, como en el siglo XIX», decían los vecinos entonces.
El tramo del Júcar que atraviesa Cortes de Pallás está salpicado de embalses, uno de ellos, el de Cortes II, se usa como central hidroeléctrica desde 1988. Cuando se inauguró Cortes-La Muela, en 2003, se convirtió en la mayor central de bombeo de Europa, unas infraestructuras que aprovechan la fuerza del agua para generar energía. ¿Y qué consecuencias tiene para la población? A pesar de que cuenta con menos de un millar de habitantes, esta infraestructura ha permitido revitalizar el municipio y tener una ligera recuperación demográfica y económica.
Todas las aldeas tienen servicios, se generan empleos directos e indirectos y la población se ha mantenido en los últimos años por ello. «Si no hubiera sido por la central aquí ya no quedaría nadie», asegura José, un vecino de la población. Está demasiado inaccesible, con esa mezcla fascinante para el visitante y que atrapa a quien vive en él. Sabiendo que el agua, que la montaña, es a la vez su mayor tesoro y a la vez un obstáculo.
El agua como actividad económica ha supuesto además aprovechar manantiales para el embotellado de agua mineral, sobre todo en el interior de Castellón. Por ejemplo, en Benassal, más conocida por el nombre que le ha dado a su agua que por la población en sí, ubicada en el Alt Maestrat. Cuenta la historia que un noble, el duque de Vendôme, ya mandó abrir un camino en el siglo XVIII hasta la Fuente En Segures. Quería llegar con su carruaje. Más tarde, un médico, el doctor Puigvert, popularizó estas aguas por sus propiedades minero-medicinales. Aigua de Benassal es ahora una sociedad que pertenece al Ayuntamiento de la población y que ha generado una actividad económica muy importante y permite crear puestos de trabajo en una zona rural. «Estamos muy orgullosos de lo que tenemos, ¿has venido alguna vez? Y esta agua es maravillosa», dice una vecina, Ana, por teléfono.
Hay otros lugares donde la calidad de las aguas de los manantiales se ha aprovechado como recurso económico adicional a actividades como la agricultura o la ganadería. Bejís, por ejemplo, y donde el Ayuntamiento, igual que en Benassal, conserva la explotación del manantial desde que en 1929, y por mil pesetas de la época, compró los terrenos donde se ubica el nacimiento a un señor llamado Juan Gil. Tenía esta agua muchos clientes de Valencia, primero de la plaza del Ángel y la de San Miguel, y se les llevaba incluso a sus casas. Gente de la alta sociedad valenciana que podían pagar su transporte en una época en la que prácticamente nadie tenía agua corriente. El gran salto se produjo con la inauguración de una envasadora en 1985. Así, junto al turismo de interior, es el motor de la economía que sin embargo, a duras penas, conserva en las últimas décadas los 400 habitantes, en un lugar que durante décadas se convirtió en el más grande almacén de hielo de Valencia.
En otros lugares, como Almedíjar, en plena Sierra de Espadán y a menos de una hora de Valencia, la embotelladora se vio obligada a cerrar por problemas económicos, y su reapertura ha permitido recuperar una actividad económica muy importante en un municipio de apenas 260 habitantes. Y es que, tradicionalmente, estas envasadoras ubicadas en zonas montañosas, poco habitadas, han generado puestos de trabajo directos e indirectos, como cuando se elaboraban las cestas de caña y mimbre para cubrir las garrafas.
Hay muchos otros municipios que se han aprovechado de la calidad de sus aguas, como en San Antonio, donde ha sido una multinacional, en este caso San Benedetto, la que ha explotado los manantiales, que en muchos casos no han estado exentos de polémica, como cuando la compañía Nestlé quiso comprar derechos de concesión de agua a los regantes del Vinalopó, mientras se construía una infraestructura, el trasvase del Júcar, muy discutido por quienes debían ceder caudales en la zona de la Ribera. A lo largo de la historia, con la medicina en pañales, las aguas que contaban con propiedades eran muy codiciadas, y la alta sociedad buscaba esos manantiales para su descanso y curarse de sus afecciones. Se construyeron balnearios, que han sido el germen del turismo, y en la Comunitat Valenciana también ha habido. Por ejemplo, en Chulilla, donde brota un manantial con aguas minero medicinales a una temperatura constante de 23 grados, y donde se construyó un lugar de retiro donde durante décadas acudieron miles de valencianos. Pero en muchos casos ha sido un modelo de negocio anticuado. En el caso de este lugar, llamado balneario de Fuencaliente, que durante los últimos años se había nutrido de programas como el IMSERSO, la crisis económica y, según los vecinos, la mala gestión de sus últimos dueños, provocaron su cierre.
Lo cuenta una vecina de Chulilla, Lidia, del bar Nou Pegata. «Todavía hay más de cincuenta extrabajadores de la empresa que están metidos en juicios porque no han cobrado. Al pueblo nos han robado un motor económico, aquí solo quedan viejos y apenas podemos sobrevivir», dice. Las instalaciones, que habían quedado muy anticuadas, es cierto, están ahora completamente abandonadas y han sufrido numerosos actos vandálicos. «Si conoce algún millonario que quiera invertir ahí...», afirma jocosa.
Aquellas grandes infraestructuras, con decenas de habitaciones, han dado paso a casas, masías rurales, mucho más modestas, con menos pretensiones. Todavía sigue ahí la ruta del agua por municipios como Chelva, aunque al llegar a Chulilla la fuente esté seca. La sequía, la excesiva regulación de las aguas, la sobreexplotación de los acuíferos...
Pero el turismo rural se alimenta ahora de esos lugares donde los ríos, los embalses, suponen una fuente añadida de ingresos. Como en Loriguilla, o en Montanejos. O en Cabriel, donde las actividades deportivas relacionadas con el agua, como rafting, piragüismo o descenso de cañones, están cada vez más extendidas. Por eso miran con preocupación los caudales del agua, observan el cielo despejado de otoño y esperan que no haya problemas para la próxima temporada. «Llevamos ya algunos años de sequía», dicen.
Si hay en la Comunitat Valenciana algún lugar que viva del agua ese ha sido, sin ninguna duda, El Palmar. Ya no es una isla inaccesible desde que se construyeron varios puentes sobre las acequias en 1930, pero todavía sus habitantes, menos de un millar, miran hacia la Albufera cada día, porque ahí está su fuente de ingresos, tanto para el pescador, como para el agricultor, el barquero o el hostelero. «¿Ves esta foto?- me enseña José Vicente, un pescador-. Es del año pasado por estas fechas, el nivel estaba mucho más alto que ahora».
Es El Palmar un buen termómetro de lo que pasa con la sequía, ya que apenas unos centímetros lo cambian todo. «Si no hay suficiente agua no se pueden inundar los arrozales que están más altos». También se ve afectada la pesca, porque hay menos. Hasta en el olor que desprende el lago. Porque lo que pasa río arriba tiene sus consecuencias en la Albufera, donde va a desembocar un caudal ya tan regulado que cuando hay sequía no permite renovar las aguas del lago, y se pudre.
Los paseos en barca, ligados cada vez más, a una experiencia unida a la gastronomía, ha permitido atraer el turismo. «Arroz con bogavante», reza un cartel en un restaurante. Evidentemente, el bogavante no ha salido del lago, pero puede que sí la anguila de l'all i pebre', un producto muy codiciado y que prácticamente llegó a desaparecer de la Albufera por culpa de la contaminación. «En la zona de Catarroja, Silla, se construyeron muchas fábricas en los años sesenta que vertían directamente al lago. Se lo cargaron», asegura Vicente Aleixandre, que ha sido alcalde pedáneo del Palmar.
Se ha mejorado mucho la calidad de las aguas, y los vecinos piden que siga así. O que mejore, porque de ello depende su supervivencia de esta zona. Sin embargo, apenas quedan veinte pescadores que salgan cada día, cuando todavía es de noche, a por 'llises', tencas o llobarro. «Para mí es como una droga, lo he hecho siempre», dice Vicente Marco, que a sus 77 años todavía se sube a la barca casi cada día. «Yo le digo que ya no vaya más, que es peligroso». Su mujer se llama Vicenta Marco. Porque aquí comparten apellidos, porque desde que en el siglo XVIII se estableció un grupo de vecinos, la mayoría provenientes de Russafa, ha sido un pueblo rico, y que solo tenía que mirar a la Albufera para obtener lo que necesitaba.
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