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Pilar Lima (Valencia, 1977) es muchas cosas. Sobre todo, dos. Pero como todos, contiene multitudes: en su apariencia apocada se esconde una Quijote del siglo XXI que quería entrar al Ayuntamiento para llevar a la Casa Gran un lenguaje beligerante con empresarios y grandes tenedores de vivienda. Su mensaje no ha calado, a tenor de los resultados de las elecciones. Lima ha protagonizado una campaña en la que alguien le dijo que sería buena idea fiarlo todo a un chiste sumamente desagradable en el programa de televisión más visto de este país y parece que confiar en que la gente iría a votar porque se han metido contigo dos hormigas de peluche no ha sido la mejor de las estrategias. La ausencia de Pilar Lima, según diversas lecturas, ha supuesto la puntilla al Rialto y le ha dado la victoria al PP. Gobernarán las derechas y Podemos alargará otros cuatro años su travesía por el desierto. Lima tendrá que buscar nuevos molinos a los que enfrentarse, en una lucha tan admirable como poco efectiva, a la espera de que su partido se reinvente o se fusione en años venideros, porque ya saben que las formaciones de izquierda son como la energía: ni se crean ni se destruyen, solo se transforman.
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