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Hay una idea bastante generalizada de que los productos agroalimentarios procedentes de una cooperativas son un referente de calidad muy estandarizado y con todas las garantías, puesto que muchos de ellos van a ir a parar a los aparadores de los supermercados en los que se hace la compra, si no es que inician un largo viaje de camino hacia países lejanos e incluso muy lejanos.
Dicho de otra forma, el consumidor medio no piensa que una naranja sea mejor que otras por su origen cooperativo. Lo será por su variedad, por el cuidado que ha recibido en el campo o porque ha crecido en unas condiciones atmosféricas idóneas. Que la producción total o parcial de ese campo haya ido a parar a la cooperativa local o que ha acabado en los almacenes de una empresa agroalimentaria no tiene mayor trascendencia. Esta misma reflexión se puede hacer con la mayoría de los productos, ya sean tomates, patatas, alcachofas o pimientos morrones.
Sin embargo, esta norma de consumo doméstico se rompe tradicionalmente para bien y para mal con dos productos concretos: el aceite y el vino.
El consumidor medio (lo de medio es un término poco científico que significa normal, no especializado en estos temas ni especialmente sibarita) tiene la tendencia a considerar el aceite de cooperativa de una calidad superior al comercializado. No sabe muy bien por qué, aunque sí que es consciente de que hay bastantes cooperativas oleicas que determinan y garantizan un nivel superior de calidad. Pero, en general, siempre van a preferir el aceite de esa almazara cercana (no necesariamente) de la que forman parte los productores de la comarca, antes que una botella de plástico del supermercado, aunque sea de una marca conocida y de calidad contrastada. No me refiero ya a las botellas de calidad premium, con un precio bastante superior, que pueden adquirirse en tiendas más especializadas y que, curiosamente, son también en la mayoría de los casos marcas de cooperativas.
En definitiva, el aceite de cooperativa nos gusta, nos da confianza. Pensamos, no sin razón, que es más puro, más auténtico, más sano y más cercano.
El anverso de la moneda se produce con los vinos. Desde hace muchos años, el vino de cooperativa está considerado como un producto de baja calidad sólo apto para mezclarlo con la gaseosa en los almuerzos. Una idea que se justifica en cierta manera porque lo que conocemos como vino de cooperativa es el granel, que se vende a otras bodegas o se exporta y que supone, todavía en muchos casos, gran parte de la producción de las entidades vitivinícolas. Un granel que en muchos casos es un producto de excelente calidad, aunque lógicamente no esté al nivel de un embotellado que se ha procesado bajo la dirección del enólogo. Pero hace ya mucho años que las cooperativas embotellan y tiene en el mercado una marcas extraordinarias y con una amplia gama de precios. El concepto 'vino de cooperativa' dista mucho de ser el de antaño, el que hacía referencia únicamente al granel de menor calidad. Hablar de vino de cooperativas, a día de hoy, es hablar de bodegas que están a la cabeza en tecnología, calidad y prestigio tanto a nivel nacional como internacional. Y, sin embargo, hay algunas entidades que prefieren ocultar ese dato en la etiqueta de sus botellas, el de su origen cooperativo, puesto que desde el punto del marketing parece que es menos comercial. No todas, ni tampoco de forma taxativa, no se trata de confundir al consumidor. Pero aún parece que pesa esa idea de que el denominado 'consumidor medio' preferirá comprar en el supermercado cualquier marca conocida que no proceda de una cooperativa.
Afortunadamente es un concepto que está cambiando en los últimos años y a gran velocidad. No sólo el aceite, también el vino de cooperativa es un producto de gran calidad y que no deja de mejorar, con bodegas que se gestionan con la misma profesionalidad y eficiencia que las de las grandes marcas del mercado. La prueba está en los premios que obtienen en los concursos internacionales. A consumir, pues.
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