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Rafa Honrubia
Valencia
Jueves, 28 de junio 2018, 02:28
Siglo XVI. España y Portugal se meten de lleno en la exploración del continente americano. Aventureros, hombres de ciencias, coleccionistas y cazadores de tesoros se frotan las manos a medida que se descubren nuevas especies de animales y plantas, otras formas de artesanía, arte y arquitectura, nuevos minerales y fósiles. Los siglos posteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo constituyen la fiebre del coleccionismo y el nacimiento de los cuartos de maravillas o gabinetes de curiosidades: espacios donde se recopilaban y exponían fósiles, minerales raros, insectos, animales disecados, especímenes, cuadernos botánicos, esqueletos o piezas arqueológicas procedentes de todas partes del mundo. En aquella época primaba el gusto por lo extraño y lo sorprendente. La necesidad de analizar y clasificar estas piezas atrajo a investigadores y especialistas. Así es como estas cámaras maravillosas se transformaron en los actuales museos.
Los museos de historia natural todavía conservan esa atmósfera mágica y telúrica, esa sensación indescriptible de tocar y sentir algo único y exclusivo que ha viajado en el tiempo y cuyas claves están todavía por descubrirse. Enseguida viene a la cabeza el Museo de Historia Natural de Londres, donde hasta hace poco un gigantesco esqueleto de diplodocus dominaba el vestíbulo del espectacular edificio de South Kensington. Dippy, como se conocía al dinosaurio, fue sustituido el verano pasado por el esqueleto de una ballena azul tras 109 años vigilando la entrada. Cierto es que se trataba de una réplica en yeso de un original encontrado en Wyoming (Estados Unidos) en 1898, pero entrar así al museo es una declaración de intenciones para el visitante, algo similar a lo que podría sentir Alicia cuando ve a un conejo blanco con un reloj de mano colarse en una madriguera.
Con menor dimensión pero con el mismo propósito renace el Museo de Historia Natural de la Universitat de València (UV). La entrada de este edificio enclavado en el campus de Burjassot está custodiado por un esqueleto de pterosaurio, uno de los primeros vertebrados en conquistar el aire. Las dimensiones del animal son escandalosas cuando las comparamos con cualquier ave actual. Y viene a la mente el ave Fénix que cada cierto tiempo resurge de sus cenizas. La metáfora es oportuna: en mayo de 1932 el antiguo Gabinete de Historia Natural de la Universidad de Valencia, ubicado en el actual Centre Cultural La Nau, se incendió y solo pudieron salvarse los ejemplares que actualmente se encuentran expuestos el sala de zoología del nuevo complejo.
«Era el segundo museo de historia natural más importante de España y uno de los más importantes del mundo», destaca con entusiasmo la directora Anna García Forner. «La Universitat de València, con sus cinco siglos de historia, había acumulado muchísimo material de ciencias naturales. A mediados del siglo XIX, siguiendo la corriente de popularización de la ciencia, creó su propio museo. Contaba con miles de piezas, algunas de ellas muy valiosas según sabemos de los escasos inventarios que vamos consiguiendo. Sabemos que habían esmeraldas del Brasil y los primeros dinosaurios que se encontraron en la península Ibérica», destaca.
En una de las salas centrales del antiguo museo estaba colgado un gran esqueleto de ballena que se había encontrado muerta en las costas de Burriana el 19 de febrero de 1861. Era el símbolo de una colección naturalista que maravillaba a los visitantes de la época, como Dippy en Londres o ahora el pterosaurio, todavía sin bautizar, en Burjassot. «Estamos intentando inventariar lo que había, pero el incendio destruyó el museo y también la biblioteca. Por eso resulta tan difícil encontrar documentos y registros. Sabemos algunas cosas por los periódicos. Aunque no hace tanto tiempo del incendio, el inicio de la Guerra Civil pocos años después también hizo estragos en este sentido», señala la directora.Anna García vislumbra un futuro museo que aúne la relevancia y la magia del antiguo gabinete con las herramientas y la tecnología actual. «Queremos crear un museo de referencia del siglo XXI, no solo una sala de exposición, también un centro de investigación y documentación», avanza. Justo en la entrada, una gran cristalera separa uno de los laboratorios de la recepción. De esta manera, los visitantes no olvidan el objeto último: «Somos un museo universitario que pretende que la investigación llegue a todo el mundo. No queremos despachos cerrados». Después de una jugosa visita a todas las exposiciones y a la trastienda, donde se recopila, documenta e investiga, uno puede ratificar la idiosincrasia abierta del lugar y de sus trabajadores. Desde que se inaugurara, el pasado 15 de febrero, 2.200 personas han pasado por sus salas, una cifra importante, si tenemos en cuenta su ubicación en un campus universitario alejado de cualquier afloramiento turístico de la ciudad de Valencia. «Tenemos que explicar a la gente para qué sirve el trabajo científico y cómo puede ayudarnos», reseña García. Además, «estamos intentando traer colecciones privadas y concienciar a los coleccionistas de que sus piezas van a estar mejor cuidadas y estudiadas. Los fósiles son parte del patrimonio y traerlos aquí para su estudio es la mejor manera de conocer nuestro pasado». Incluso, apunta, la paleontología, puede servir para «dar valor a ciertas zonas rurales y puede contribuir a su regeneración económica».
Preguntada por las piezas más destacadas, Anna García se muestra reticente a elegir entre sus 'hijos': «En un museo científico lo más importante son las piezas de la tipoteca que han descrito una especie nueva, pero puede que expositivamente no digan nada». La cámara acondicionada del museo guarda tesoros como la dentición de una especie de marsupial de hace seis millones de años que vivía en la Comunitat Valenciana, fósiles de nuevas especies de murciélagos, o restos de hipparion, el antecesor de los actuales caballos. «También tenemos restos de camellos, tigres de dientes de sable y rinocerontes. Son pruebas de la desecación del mar Mediterráneo y de que estas especies de la sabana africana atravesaron el estrecho de Gibraltar», explica. Y ahora hablamos de las piezas estrella, las que todo el mundo quiere ver. Por supuesto, los fósiles de pterosaurio, a partir de los cuales se ha reconstruido el ejemplar de la entrada. Estos reptiles conquistaron el cielo de la Era Mesozoica -228 a 66 millones de años- y el museo, con ese afán divulgativo, ha puesto a disposición de los visitantes unas gafas de realidad aumentada para reproducir el vuelo de este vertebrado que convivió con los dinosaurios.
Entre las piezas emblemáticas, no podemos olvidar «El Meteorito», como lo llama la directora. «Es lo más antiguo que vas a tocar nunca», me dice. Su edad de formación cercana a los 4.600 millones de años lo atestigua. Su peso de 33,5 kilogramos -la mayoría de meteoritos encontrados son rocas más pequeñas- y el hecho de no saber su procedencia lo convierten en una pieza única y misteriosa. En el museo también se hallan depositadas varias huellas de tortuga primitiva del Triásico Superior que un equipo de paleontólogos de la UV ha descubierto en tres afloramientos en la provincia de Valencia. Este hallazgo supone uno de los registros más antiguos de estos vertebrados en el mundo, ya que se remontan a hace más de 227 millones de años. Hallazgos sorprendentes y científicamente muy valiosos. «No tenemos mas remedio que seguir coleccionando», dice Anna García con el peso y la resignación del que ama profundamente su trabajo.
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