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Marina es la fallera mayor de Borrull-Socors. Pero también es jugadora de rugby. Como antes fue atleta. Velocista. Y es mujer, claro. Y feminista. El 8M volvía de la manifa y se encontró con una chica que llevaba una pancarta que le gustó. Se lo dijo y la muchacha se la regaló. Entonces se le ocurrió que podía añadirla a la falla. A su falla. Y pedirle a las mujeres, y a los hombres, que le llevaran sus pancartas, juntarlas todas y reforzar el mensaje.
Marina te clava unos ojos verdes enormes cuando te explica la falla. Su falla. Porque fue a ella a quien se le ocurrió la idea, quien la masticó y quien, finalmente, la escupió para compartirla con el resto y poder empezar a currar.
Marina, que tiene 22 años, se agacha para pasar el rodillo morado, el color del feminismo, por encima del asfalto. A su alrededor, chicas y chicos fuertes como piliers levantan puertas y maderas como quien mueve corcho. Le dan al martillo y enroscan tornillos. Trabajan con puertas porque la falla, su falla, la falla de Marina, no es una falla al uso. Ya hace tiempo que se cansaron de los ninots prefabricados, figuras baratas que podías encontrarte en cada esquina, en cada plaza. Vulgares 'mamelludas', masclets con ojos y boca, hombres que componen muescas grotescas... Puestos a gastarse poco dinero, al menos que fuera en algo original.
Sebas apura el 'cremaet' del almuerzo, con pisto de la suegra, y mira con orgullo a Marina. La mira como un padre mira a una hija. Porque Marina es su hija. Pero también porque él es el presidente y ella una fallera, y una mujer, que abrazó con fuerza su idea y la de Pepa Gómez -la anterior presidenta-, y algunos otros, de darle una vuelta al monumento.
El año pasado se hicieron famosos con una falla hecha con sillas abandonadas. «Es curioso porque, en realidad, innovamos volviendo al pasado, regresando a los orígenes de las Fallas», reflexiona Sebas Marín, que tomó el testigo de Pepa Gómez, que es sobrina -aquí todo queda en familia- de Amparo Gómez, una institución en Valencia después de cuarenta años como brillante indumentarista desde Espolín, su negocio.
Hay más sagas, como los Manolo Latorre. El padre fue nombrado delegado de JCF en tiempos de Ricard Pérez Casado, cuando las carpas eran una rareza y lo que se hacía en Fallas era cerrar el modesto casal para desplazarse por unos días a una planta baja más espaciosa donde se desarrollaba el jolgorio. «Allí llegaron a meter hasta una vaquilla», se ríe el hijo, quien recuerda que siempre fueron una falla muy modesta, pero con mucha afición, como el día que disparaban una mascletà que parecía el triple de lo que era encajada entre esas calles estrechas, rodeadas de edificios de tres plantas que hacen de aquel lugar un rincón acogedor.
Y con falleros de pura cepa, como Rafelo, que, cuando empezaron a faltarle las fuerzas, veía la cremà, emocionado y nostálgico, escondido entre las cortinas de su casa.
Manolo Latorre también fue el presidente de Borrull-Socors. Y aunque era un devoto de su comisión, tenía sus prioridades. Como el día que entró alguien corriendo al casal para decirle, en mitad de una partida al dominó, que había llegado el artista para plantar la falla. Y Latorre, sin dejar de mirar las fichas, concentrado, exclamó: «Pues que la planten».
Ahora no solo la plantan ellos, también la hacen. Y eso desencadena un sentimiento de orgullo, aunque también tiene, de lo contrario no sería una falla, sus detractores. O, dicho de otra forma, los que prefieren algo más convencional en sus calles.
Marina lo tiene claro. Es evidente que prefiere seguir por esta línea de las fallas experimentales que se ha convertido en una gran motivación para los jóvenes y que, de paso, les ha dado una identidad. Ya son minoría los que viven en el barrio. Ahora casi todos vienen de fuera. No como en los tiempos de Manolo Latorre y Rafelo. A cambio están logrando que la juventud se involucre y se identifique con esa línea.
Eso propicia que Pau, uno de los niños de Borrull, sea capaz de explicarle la falla a un grupo de mujeres jubiladas, que, en una balanza, hay que ir con cuidado para que no se desequilibre. Cuando acaba, muy formalito, se queda de pie, con los pies juntos, escuchando los elogios de las visitantes.
Marina no es tan formal y se le enciende la mirada exponiendo los detalles del exterior. El lema, que es la perspectiva de género, y cómo, jugando con esa idea, han levantado un gran iceberg que, en realidad, solo muestra una parte del problema. Todo es cuestión de perspectiva. Y luego rodea la construcción atraviesa otra puerta, siempre las puertas, y accede a una vivienda de 36 metros cuadrados donde se reproduce una escena y, con la ayuda de la realidad aumentada, es posible meterse en la papel del hombre y de la mujer, del maltratador y de la víctima, de la fuerza que abusa y la fuerza que se hace pequeña, enclenque, frágil.
Y aquí se mezclan los tiempos. En este terreno nauseabundo, el del abuso y la violencia, sí que no hay espacio para el pasado ni para el presente. Solo para el futuro, en manos de las nuevas generaciones, más concienciadas, mejor educadas, que son capaces de hacer fallas así.
Marina sale de la vivienda virtual, rodea otra vez la falla, su falla, y vuelve a ponerse a pintar el suelo, como si, además de teñir el asfalto de morado, estuviera pasando el rodillo por encima de los micromachismos como quien chafa las bombetas que los niños han dejado sin explotar por el suelo. La fallera mayor, la fallera feminista.
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