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Ha llegado el momento, cuando a la puerta de nuestras casas encontramos enormes camiones descargando lonas blancas, piezas metálicas y todos los artilugios mecánicos necesarios para el montaje de los hospitales de campaña que dan cobijo durante los días álgidos de la fiesta a los seres humanos reunidos al calor de la falla correspondiente. Y, antes de nada, una leve disculpa por el título de este texto (que ni es diatriba ni panegírico), pero que me pareció adecuado, sin saber qué pensaría Horacio, el creador del original en el undécimo poema del primer libro de sus Odas, dedicado a su querida Leucónoe (nombre que, según su etimología, significa «de mente blanca», el color de los estructuras que ocupan nuestras calles). Dijo, para ser exactos, «Carpe diem quam minimun credula postero» (coge el día de hoy y no confíes en el mañana) y la expresión es, sin duda alguna, la que mayor éxito ha tenido a lo largo de los siglos, ha traspasado culturas y civilizaciones, hasta transformarse en un tópico universal, planetario. En el poema, como en las fiestas, se habla de la oposición entre la vida y la muerte, de la necesidad de gozar el momento presente, lo que en la Edad Media daría paso al himno universitario «Gaudeamos igitur» (Alegrémonos pues), a los versos de Garcilaso invitando a su amada a preservar la flor de su belleza o a muchos anuncios publicitarios que, en la actualidad, primando los acordes hedonistas, invitan al pueblo llano y soberano a darlo todo fuera y dentro de las carpas.
De modo que Horacio, en este momento, habría de recomendar a su amada que bebiera como si no hubiera mañana y se dejara de tonterías intelectuales. Cosa que no evita que la maquinaria de instalación de cubiertas (de policloruro de vinilo o termoplástico poliuretano) siga su ritmo hasta ocupar cientos de rincones y calles de la ciudad con ese olor que parece como de flotador infantil de los chinos. Ya les digo (llevo días haciendo una encuesta a todas luces innecesaria entre un universo variado de falleros y no falleros y con un margen de error que para sí desearían las empresas de demoscopia) que el universo de la carpa o atrapa o repele. Los interesados en disfrutar de sus ventajas argumentan su utilidad como cobijo, la consistencia territorial que da a sus eventos y los puestos de trabajo que crea entre los proveedores; los opositores hablan de los incómodos cortes de tráfico, de los decibelios y, ojo, de la fealdad. Que, siendo honestos, la verdad es que deslucen en cualquier paisaje y componen, junto a las vallas de arroz La Fallera (otro poderoso símbolo del poder territorial, más contundente que un retén policial dando el alto). Así que ni para ti ni para mi. Los que desean que llegue el día de inaugurar el cobertizo blanco para dar rienda suelta a la felicidad colectiva se apuntan a la lectura superficial del poema de Horacio y cambian el carpe por el carpa. Los demás tratan de bucear entre los versos del resto del poemario por ver si contiene trazas de Epicuro (las hay, y muchas) y logran alcanzar la felicidad por medio de la calma, sin que nada ni nadie cause turbulencias en su ánimo; sin ruidos, ni dolores. Añorando aquella época en la que no se había compuesto Paquito el chocolatero y el invento de la discomóvil era una utopía.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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