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He visto longanizas que fueron fritas hace una semana y resisten al sol como conchas secas de una playa remota (pongamos una idílica, Cala di Volpe, por ejemplo), trozos de carne bajo aparadores de cristal con vistas a la calle que van pasando por una reducida paleta de colores, desde el marrón macilento hasta el gris mustio. He visto nombres de bebidas cuya existencia ignoraba escritos en interminables hileras de casetas, furgonetas, tenderetes, puestecillos, mostradores. Cosas que no pueden ser descritas en este océano de churrerías humeantes. Qué pensaría una mente brillante recién llegada de la Gran Nube de Magallanes de nuestros hábitos alimenticios, en cuál de todos los estímulos lograría centrar su mirada de múltiples retinas, tal vez en los peluches brillantes o en los bocadillos de chorizo criollo, a lo mejor en las salchipapas con salsa de mostaza o quizá en unos pringosos buñuelos de calabaza. He visto, sin embargo, todo lo que ve a ser comido, bebido y luego devuelto a la madre naturaleza en cualquier rincón, sea iglesia, portal, gótico flamígero o barroco tardío, hasta formar ríos apestosos que nos recuerdan que todos esos miles de seres humanos con los que nos cruzamos tienen apretones urinarios e intestinales sin que podamos evitar que a nuestra cabeza acuda el pensamiento sobre cómo puede haber váteres para tanto órgano, de dónde han de salir tazas para tanto trasero.
Preguntas que se responden solas con un paseo en hora punta, cuando el alcohol difumina las fronteras y todas esas comidas y bebidas que a la luz del día arrugan nuestras papilas gustativas nos parecen exquisitas viandas que un buen dios ha puesto en nuestro camino para ayudar que desde ese lugar hasta nuestra cama consigamos trazar una línea lo más recta posible. Y sin darnos cuenta de que detrás de toda esa ayuda humanitaria, de esa atención constante a las necesidades de esos cientos miles de bocas hambrientas, se oculta un silencioso ejército de trabajadores que pasan jornadas enteras casi sin dormir porque cada segundo es una oportunidad de negocio y que, si prestamos un poco de atención, acaban con la mirada perdida en un horizonte imaginario, esos ojos tristes de la clase trabajadora, preparada para sufrir horas y horas de algarabía, para soportar en pie todo lo que sea necesario, para decir que si a cualquiera de nuestras peticiones, por estrafalarias que resulten. Sin caer nadie en la cuenta de que no existe un desarrollo ilimitado en la naturaleza de las cosas y que, como explicaba Simone Weil respecto al significado que Platón otorgaba a la geometría «el mundo descansa por entero en la medida y en el equilibrio, y lo mismo pasa con la ciudad. Toda ambición es desmesura y absurdo». Pero quién ha de preocuparse por la Filosofía en mitad de este barullo, quién ha de establecer unos límites razonables, quién ha de mirar a la cara de los trabajadores y conseguir que sus esperanzas vayan más allá del deseo de repetir constantemente las experiencias pasadas. Creo que todos, de algún modo, tenemos algún tipo de conciencia respecto al fracaso de un sistema basado en la distracción de las masas, suponiendo que no hay un límite para el crecimiento. Preferimos seguir tirando. Sin más. Sin un sólo pensamiento.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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