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Descabezada todavía, pendiente de ser izada por la grúa de guardia, la falla llamada La Meditadora miraba la otra tarde hacia el Ayuntamiento con ... esa cara que se nos quedaría si, un suponer, unos seguidores de Stalin descolgaran un día del balcón municipal una pancarta a mayor gloria del genocida. Natural que semejante ocurrencia invite a meditar sobre la calidad humana de nuestros semejantes, aunque me malicio que nuestra dama en realidad reflexionaba sobre cuestiones más elevadas: sobre nosotros, por ejemplo. Sus contemporáneos, miembros de su club de fans, que nos hemos acercado por esta plaza llena de cachivaches convertidos: una metáfora estupenda de los otros trastos que anidan en el Ayuntamiento, según deduzco de la expresión un punto tristona de la célebre Meditadora. Ella prefiere cerrar los ojos mientras se interesa tal vez por los bolardos que convierten el paseo en una pista americana o por los maceteros que amenazan nuestras espinillas. O se pregunta qué hace un tipo como yo en un sitio como éste: he tropezado con su semblante meditabundo luego de disolverse la tropa de adictos al selfi y esos ojos cerrados me taladran la espalda durante la caminata que me aleja de su jurisdicción.
Para un novato en cuestiones falleras, este barullo que rodea el monumento municipal tiene algo de adictivo. Posee misterio. Invita por supuesto a tu propia meditación, práctica que tengo observado que cuenta con su legión de seguidores en la cuenca del Turia, fanáticos del taichi y otras prácticas orientales que invitan a meditar de manera pertinaz, sistémica: como a la mujer de la Falla, no les vale cualquier clase de meditación. Tiene que tratarse de una meditación de índole superior, que te transporte hacia no sé qué estado espiritual: no vale por lo tanto la mirada bobalicona con que solemos curiosear entre las novedades del móvil. Meditar según nos exige la pose concentradísima de la Falla nos debe conducir a interrogarnos por nuestro entorno, hacia dónde nos llevan nuestros pasos, qué cerebro municipal ha perpetrado esta plaza tan fea, por qué cantamos bajo la ducha y otras preguntas trascendentales para la cultura occidental.
Mientras me alejo recuerdo que sobre este particular ya se pronunció hace alguna década un escritor de culto, Juan Benet. Quien tituló así uno de sus libros más célebres: 'Una meditación'. Yo confieso. No pude con él. Abandoné abrumado por la prosa experimental que nutre el texto, de perversa fisonomía: un único párrafo, como era propio de los antiguos gacetilleros deportivos, cuyas crónicas también se construían así. Un puro encadenado de subordinadas que Benet sublimó pero a mí sólo me arrancó bostezos y alguna jaqueca hasta que terminé por desertar del libro, cuyo espíritu reaparece en Fallas, formato poliestireno, y te obliga, en efecto, a meditar. No sé sobre qué pero sé que medito. Unos metros más allá del Ayuntamiento alcanzo la respuesta que iba buscando: la tienda del Valencia. Natural que la Meditadora cierre los ojos.
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