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Es tan pequeña que se pisa el dobladillo de la falda del traje de fallera. Su sonrisa es tan grande como el mundo. Tras ella, ... una mujer llora: se limpia las lágrimas con un pañuelo que esconde en la manga. Por la otra esquina, por la calle del Micalet, una mujer besa un ramo de claveles y luego se lo da a su marido, que deposita otro beso antes de dárselo a los vestidores. Hay muchas Ofrendas en una Ofrenda, tantas historias como ramos en una cacofonía de vidas tan inabarcable que se te escapa entre los dedos. La primera tarde del acto más esperado por más de 100.000 valencianos empezó a dibujar el manto de la Mare de Déu que este año recrea la puerta de los Apóstoles de la Catedral. Terminó ya de noche, muy de noche, mientras la ciudad se preparaba para otro conticinio escandaloso, con la plaza de la Virgen como único remanso de paz en una Valencia estirada sobre sí misma por verbenas y fiestas.
Volvamos a ese dobladillo pisado, a esas lágrimas de Carmela y a esos dos besos. Volvamos a esas imágenes con la misma devoción con la que cientos de miles de falleros enfilaron ayer las calles Barchilla y Miguelete para participar en el primer día de la Ofrenda. Estos instantes frente a la Virgen son, para sus protagonistas, tesoros que guardarán con celo: recordarán el sol que golpea con fuerza pero que pronto se esconde tras el Micalet, recordarán los parones en San Vicente mientras se permitía el paso de la miríada de turistas que, quizá ajenos, busca la siguiente parada en la ruta fallera, recordarán el pasodoble Valencia como banda sonora inevitable del momento en que estuvieron bajo la mirada cerámica de la Mareta. Y por eso les vamos a acompañar.
Pensemos en ese dobladillo pisado. Es la parte trasera de la falda, que es del naranja de los buñuelos, del fuego, de la luz del sol a través del humo de la mascletà. Pero quien se lo pisa sin querer no se da ni cuenta. Sonríe a los periodistas, en un cubil junto a Barchilla. Las comisuras se elevan hacia el cielo y alumbra galaxias. No tendrá más de siete años. Qué va, ni seis. Es pequeña, tan pequeña que se diría toda de ilusión. Lleva un ramo de claveles blancos, pero mientras a su alrededor su abuela y las cientos de mujeres que entran con ella a la plaza (son de la muy numerosa Blocs Platja) lloran de forma más o menos disimulada, ella sonríe. No parece hacer otra cosa. De ese momento, ella recordará a la Mare de Déu, pero también la inmensa alegría de estar haciendo «una cosa de mayores». Es una de sus primeras veces, pero si esa sonrisa ha de guiar los pasos del futuro de su vida, no será la última.
Instantes más tarde, una mujer vestida con un imponente traje azul marino llora desconsolada. Las lágrimas le brillan sobre el rostro y buscan el adoquín de la plaza de la Virgen. Salgo tras ella, empujado por un susurro que llega de todas partes. Se llama Carmela. Pertenece a una falla del Marítimo. No quiere decir a cuál porque no quiere que su ex marido lo sepa. El llanto, quedo, tranquilo, esconde una historia de terror. No quiere contar más. Tampoco le pregunto. Hubo llamadas a la Policía. Hubo un juicio. Hubo un final, y luego hubo un principio. Y en medias, Carmela bajó a la falla, se reunió con sus amigas cuando perdió el miedo y prometió a la Mare de Déu, en aquellas noches eternas en que le pedía desde el agnosticismo menos puro de la historia, que iría a verla si le ayudaba a salir del agujero. Y salió. Y aquí está ella, en esta tarde que huele a clavel y a aceite y a perfume, sonriente, en la calle Muro de Santa Ana, mientras una charanga (en realidad es una solemne banda de música, que se ha aligerado a la salida de la plaza) se arranca con 'Marieta'. «Era una promesa. La he cumplido», dice. ¿Y ahora? «Ahora, de fiesta». Carmela sonríe, las arrugas le dibujan cordilleras junto a los ojos. Pues fiesta, Carmela. Fiesta.
Vamos ahora a la calle Micalet, por donde entran las comisiones que llegan del centro. En una hay una pareja. Ella lleva un ramo de claveles rojos. Los depositarán en breves instantes a pie de la estructura que corona la Mare de Déu restaurada por Ceballos y Sanabria y Alejandro Santaeulalia (manos falleras para cuidar el símbolo fallero por excelencia). Pero eso será en unos instantes. Ahora, la pareja camina sin prisa por Micalet. Por cierto, no es culpa suya, porque hay momentos que uno quiere que duren para siempre y entrar en la plaza es uno de ellos, pero se volvieron a acumular retrasos. Al cierre de esta edición todavía estaban entrando comisiones y faltaban por acceder la Policía Local, que celebra su 150 aniversario postergado por la pandemia, las casas regionales (entre ellas la Associació Cultural de l'Horta de Valéncia) y la fallera mayor infantil, la icónica Marina García. Pero volvamos a la pareja, ella con gafas y él sin pelo. La mujer besa el ramo de claveles rojos, que irán a la parte superior del cadafal, donde a última hora ya podía intuirse el dibujo. Luego, se lo pone a él delante de la cara, que besa también el ramo.
Se encargan de elevarlos para vestir a la Mareta un grupo de hombres y mujeres que hicieron que toda la plaza les siguiera en el grito de «Vestidors, tots a una veu, vixca la Mare de Déu» tras el minuto de silencio por las víctimas del incendio de Campanar. A ellos les pasará el ramo Victoria, una joven de una falla del norte de Valencia que ha accedido por Pont de Fusta. En su caso, como en el de otras muchas personas, sale en la Ofrenda para cumplir una promesa. «Mi abuela le tenía mucha fe a la Mare de Déu. Ella murió antes de que yo pudiera entrar en la carrera que quería y le prometí que si conseguía entrar, vendría a darle las gracias a la Virgen», cuenta. Dicho y hecho. La dejamos bailando al ritmo de la charanga/banda de música mientras su comisión va hacia Porta de la Mar, punto de encuentro para acceder por Barchilla.
Victoria y Carmela, pero también la niña de Blocs Platja de la sonrisa como un mundo y la pareja de mediana edad de la falla céntrica, son caras de la moneda de la Ofrenda, esa que hoy continuará para dibujar el manto de la Mare de Déu. Luego, permanecerá algunos días en la plaza, los que el tiempo permita porque el toldo no se va a desplegar. El sol marchitará los claveles y la semana que viene, casi con toda seguridad, serán retirados, días después de que Valencia recupere la normalidad. Es llamativo que el último vestigio de las Fallas tras la cremà sean los restos de un momento inolvidable.
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