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Seguro que no le damos a la danza la importancia que tiene. Es un pensamiento que acude a mi cansada mente cada vez que miro esta fotografía y recuerdo la sonrisa contagiosa de esa mujer que gira junto a sus compañeros con esa sonrisa permanente sin atisbo de afectación, y ese mezcla de música y movimientos armónicos crea un lenguaje, una comunicación especial que nos llega desde la prehistoria, desde aquel momento en el que nuestros antepasados se contorneaban siguiendo los ritmos de la naturaleza y, después, los simples compases de las palmas o de los pies golpeando el suelo. Algo tan unido a nuestra naturaleza, tan metido en nuestros cromosomas, que pasa desapercibido para el resto de nuestros sentidos, forma parte del paisaje, de las costumbres, de esos rituales que se repiten de forma constante, casi silenciosa, y en los que en ocasiones se logra ir más allá de lo superficial, comunicar con los espectadores, lograr un significado profundo, expresar un sentimiento. Es lo que veo en el rostro de esta mujer que baila (del Grup de dansa El Garbí). Podemos pensar, a través de ella, en la importancia que han tenido los bailes populares para generaciones enteras de seres humanos, en especial en momentos de nuestra historia en los que casi toda expresión de júbilo estaba prohibida. Días oscuros en los que era imposible tocar un humilde instrumento y, acompañado del sonido peculiar de las castañuelas, girar y girar y alzar los brazos y cruzar los pies, tomar de la cintura a otra persona, liberar los demonios de la vida; días negros en los que un baile lo era casi todo, tal vez un par de momentos al año en alguna fiesta señalada, en los que un pasodoble o una jota rompían la distancia entre los hombres y mujeres. Viendo a esta mujer bailar acuden a mi mente miles de momentos que no he vivido pero puedo imaginar, instantes de fiestas de aquí y de allá, días radiantes, conversaciones divertidas, comidas desplegadas en una alfombra verde de hierbas húmedas; puedo viajar en el espacio y en el tiempo, entender el sentido de algo que permanecía oculto a mi mirada de simple observador escondido en un rincón con miedo a ser visto (y menos liberando mi cuerpo al ritmo de la música). Y siento una profunda envidia, también admiración, por aquellos que son capaces de salir a una plaza, desde los coribantes que danzaban en honor de la diosa Cibeles, desde los ditirambos a las pantomimas, incluso las danzas de la muerte, las primeras coreografías del Barroco, del romanticismo o del mundo contemporáneo. Todos ellos y, por supuesto, el baile del pueblo, que surge de forma espontánea, descontrolado, sin regulaciones, lejos de los salones aristocráticos y cuyas normas y usos pasan de generación en generación, en cada pueblo, comarca, región o país. Hay un rastro interminable de hombres y mujeres, de vestuarios, músicas e instrumentos, que componen una herencia mayúscula que atraviesa siglos de historia y de vidas. Todo ello está presente en cada grupo que se viste, ensaya y prepara sus actuaciones para mantener firme ese hilo que nos comunica con los ancestros, todo eso representa esa mujer que baila ajena a mi presencia y a mi existencia. Y todo eso me ha dicho sin saberlo, con una sonrisa y unas castañuelas.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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