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ÓSCAR CALVÉ
Domingo, 30 de octubre 2016, 00:17
Decía el humorista José Luis Coll que lo bueno que tiene morirse es que no hay que madrugar. Las fiestas también gozan de esta particularidad, sin la incómoda necesidad de abandonar el mundo terrenal. Aun así, a muchos les gusta levantarse pronto y disfrutar de un café con leche para abrir los ojos. A media mañana, reunión con los amigos para el 'esmorçaret', un acto tradicional que parece caer en desuso en los barrios de moda de Valencia. Fíjense. Cada vez hay menos carteles de almuerzo popular. También menguan los referentes al desayuno popular. ¿La razón? La eclosión de franquicias que ofrecen el 'brunch', una novedosa e importada comida a media mañana que aúna el desayuno o 'breakfast' y el 'lunch', especie de tentempié antes de la comida de mediodía. Para gustos sabores. Quizá algunos prefieren un 'smoothie' (un batido sano) y una tosta fría antes que un bocadillo de blanco y negro con habas y un vino. En todo caso, lo autóctono, al menos en ocasiones, no tiene absolutamente nada que envidiar a lo foráneo. Es indispensable saber valorar infinitas y magníficas aportaciones de cualquier otra cultura, pero no está demás recapacitar sobre el impacto que tienen aquellas en la nuestra propia.
Uno de los casos más llamativos sobre transformaciones culturales acontecerá estos días, precisamente en ámbito festivo. Ya habrán leído que «celebrar Halloween es como si en Wisconsin bajasen de romería por el Mississippi al Cristo de los Faroles». No, en Wisconsin no sacarán al conocido Cristo. Aquí muchos sí celebrarán Halloween. Afortunadamente, la cultura es algo vivo y en transformación, pero borrar tradiciones autóctonas -e inocuas- con siglos de arraigo en apenas dos décadas, roza el esperpento. Mayor delito tiene cuando obedece casi exclusivamente a intereses comerciales. Quién sabe si es una batalla perdida. Al menos nuestros pueblos parecen garantizar la vida del 'esmorçaret'.
Pasado mañana, día de Todos los Santos, muchos de ustedes acudirán al cementerio junto a sus familias para visitar a sus seres queridos desaparecidos, aunque como sabrán es el siguiente día, el 2 de noviembre, cuando se conmemora el Día de los Difuntos. En realidad, ambas jornadas crearon un ciclo con un objetivo concreto. Si desean conocerlo sigan leyendo. El único requisito imprescindible es la empatía hacia una mentalidad diversa y en parte irracional.
Los orígenes
Nuestra celebración comparte el mismo germen que el actual sincretismo al que ha derivado Halloween, contracción de 'All Hallows' Eve', es decir, víspera de Todos los Santos. El origen se remonta a fiestas romanas y celtas de la Antigüedad, paganas todas, que se desarrollaban en este período del año, cuando se pensaba que la frontera que dividía el mundo de los vivos y de los muertos se evaporaba. No olviden este asunto. Es trascendental.
La fiesta de Todos los Santos se incorporó en la Iglesia a partir del siglo IV, en recuerdo de los mártires cristianos que no tenían una festividad propia. Más tarde, hacia el año mil, se fundó la celebración de los Fieles Difuntos o de las Almas, insertando una oración dedicada a los muertos. Nacía el ciclo de Todos los Santos y los Difuntos. Bajo el manto de la fe cristiana, traspiraba el primigenio deseo de conectar el mundo terrenal con el más allá, habitado este último sólo por los considerados santos. La liturgia administraba la oración en recuerdo de los muertos, pero eran los santos los únicos que disponían de una vida celestial. El resto de almas mortales estaban condenadas a sufrir el peso de la tierra hasta la llegada del Juicio Final. Ese día, Dios proveería.
En el siglo XII tomó forma un nuevo espacio de tránsito para los muertos que esperaban el advenimiento del reino de Dios. El purgatorio. Los abogados defensores de aquellos difuntos condenados a la sufrida espera eran sus familiares vivos, quienes a través de oraciones y dádivas allanaban el camino de los suyos hacia el cielo. Imaginen la relevancia del tema: cuanto más dieran a la Iglesia y más evocaran el recuerdo de su familiar muerto, menor sería el tiempo para pasar del purgatorio al paraíso.
Por otro lado, a la par que la plantilla de santos aumentaba, crecía la devoción hacia su conmemoración. Buena muestra de ello es el testamento del obispo de Jazperto de Botonach. En 1287 expresó su deseo de ser enterrado en la Capilla de Todos los Santos (hoy de San Vicente Ferrer) de la Catedral de Valencia, como así se hizo. Hacia 1414 Sant Vicent Ferrer explicaba en sus sermones que el Día de 'Tots els Sants' se debe a que «tants són los sants de paradís, que de cascú no·s poria celebrar per si dins l'any». El dominico señalaba que entre los santos también se contaban «los fadrinets qui moren petits e altres qui fan en tota sa vida peccats, mas a la fi penedin-se e moren». De este modo se anticipaba el actual sentido de la fiesta de Todos los Santos, que incorpora, además de los canonizados y beatos, todos los que viven en presencia de Dios.
Tradiciones en peligro
En varias poblaciones de nuestra Comunidad fue costumbre bendecir panes y cocas. Consumidas por los vecinos en sus respectivos domicilios, los vivos creían colaborar así en el pronto acceso al paraíso de sus difuntos. Esas prácticas eran una evolución de los banquetes fúnebres o 'dinars dels morts' en honor al difunto, suprimidos por algunos excesos en su desarrollo. En Segorbe por ejemplo, donde este año hay una 'Visita teatralizada de Halloween', los habitantes llevaban el primer día de noviembre pan para repartir entre los pobres y el clero. En muchos pueblos valencianos el suministro de viandas se hizo hasta el siglo XVI sobre los fosares. Era el 'dia de partir lo pa', el mismo Día de Difuntos, del que podría haber derivado la elaboración de los huesos de San Antonio.
Los religiosos, en compensación por las entregas recibidas, se comprometían a realizar numerosas misas para salvar las almas de aquellos desgraciados que no disponían de intercesores vivos. En ocasiones la fe dominaba sobre el interés. De nuevo Sant Vicent Ferrer advertía en un 'sermó de deffunts' que no podía comercializarse la salvación: si quería reducirse el periplo en el purgatorio de los allegados, la mejor opción era realizar buenas obras en vida, ¡pero no sólo ese día!
Y llegó el cementerio
Una de las medidas más controvertidas del urbanismo occidental fue la ruptura de la costumbre cristiana de enterrar a los fieles en las iglesias, quienes buscaban contacto directo con los santos y con Dios en la Casa del Señor. Mientras que los restos de prelados, nobleza e ínclitos personajes descansaban en lugares privilegiados y con explícitas referencias a la persona, los fieles de a pie se contentaban con rellenar los osarios habilitados en las proximidades de las parroquias. Sus despojos se superponían anónimamente en estratos que podían acumular cadáveres por un periodo superior a los seis siglos. Todo cambió con la llegada y la consolidación de los cementerios municipales a principios del siglo XIX. Una medida higiénica que transformó la mentalidad colectiva y que desencadenó un nuevo interés por honrar y visitar los restos físicos del difunto, a partir de entonces localizables con exactitud. El recuerdo siempre vivo podía acompañarse de la presencia del cuerpo inerte. En esta nueva coyuntura se democratiza la inveterada costumbre de la ofrenda floral, uno de los ecos más tibios de varios rituales todavía vigentes en la pasada centuria.
No hace tantas décadas, el luto vestía una jornada como la del próximo martes. Además se madrugaba. El son de las campanas advertía de la necesidad de rezar tres rosarios por las ánimas que no habían alcanzado el cielo. Bajo el murmullo de las oraciones se barruntaba la esperanza de permitir la fuga de los muertos del purgatorio a través de unas puertas momentáneamente entreabiertas. Ya les dije que era imprescindible la empatía. En cualquier caso, es nuestra historia. Sin trucos. Sin tratos
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