ÓSCAR CALVÉ
VALENCIA.
Sábado, 17 de noviembre 2018
El 18 de noviembre de 1840, nacía en nuestra ciudad un extraordinario artista valenciano cuyo recuerdo, misterios de la vida, se ha diluido de forma notable con el paso del tiempo. Muñoz Degraín vino a este mundo en la residencia de sus progenitores, ubicada en la calle que hoy lleva su nombre, una pequeña vía que conecta la calle del Mar y la calle de la Paz.
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Su familia le animó a estudiar arquitectura, pero Antonio tenía la firme aspiración de hacerse pintor. Venció la voluntad del chaval al convertirse en discípulo de Rafael Montesinos -un extraordinario paisajista- en la Real Academia de San Carlos de Valencia. Y eso que inicialmente no era su alumno, como estudió Bonet Solves.
Desde los 12 hasta los 17 años estuvo formándose en la citada institución valenciana, dando muestra de su talento y de su potente personalidad. Sobre este último aspecto baste señalar que tenía 15 años cuando decidió emprender el viaje a Roma, uno de los lugares de obligada visita para los grandes artistas. El problema es que no tenía dinero para efectuarlo. Así que, aunque todos los caminos llevan a la Città Eterna, decidió coger el de San Fernando. Sí, sí. Un ratito a pie y otro andando. Tampoco es que existieran muchos medios de transporte, pero aún así la voluntad del quinceañero era algo realmente inusual. Por cierto, no está claro que llegase.
Sí que es indudable que el joven pintor acertaría en especializarse en dos géneros. Fundamentalmente el paisaje. Luego la pintura de historia. Por causas contextuales obvias, la tradicional pintura devocional se hallaba en notable declive en la segunda mitad del siglo XIX. Nada que ver con los paisajes y la pintura de historia, emergentes géneros pictóricos de gran suceso en la España decimonónica. Respecto al primer tema, heredó el interés mimético (la imitación real de la naturaleza), entonces asimilada como factor de modernidad gracias en parte a una renovación del estilo desarrollada por el pintor Carlos de Haes, de quien Muñoz fue seguidor.
En la década de los 60, Muñoz gana con sus paisajes varias menciones y premios en certámenes nacionales. Varios de esos paisajes eran valencianos, caso de la loma del Cavall-Bernat y la sierra de las Agujas (junto a Tavernes de la Valldigna) o el valle de la Murta (Alzira). Su especial calidad pictórica despertó el deseo de clientes potenciales. De hecho, en 1870 fue llamado para ornamentar el recién construido Teatro Cervantes de Málaga, ciudad donde acabaría instalándose y formando su propia familia.
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En 1879 Antonio vence la cátedra de pintura en la Escuela de Bellas Artes de la urbe andaluza. Allí residió durante dos décadas, aunque realizaría numerosos viajes a causa de su imparable prestigio. Uno de ellos fue a la Italia que, sólo tal vez, conoció de adolescente. En esta época Muñoz gira su producción hacia el otro género ya apuntado, la pintura de historia, un tema de claro sesgo academicista que propiciaba el desarrollo de extraordinarios desafíos pictóricos donde el artista mostraba toda su pericia.
Las obras de este género presentaban episodios trascendentales de la historia, local o nacional, que hacían las delicias no sólo de la crítica, sino también de los posibles compradores. Dos pájaros de un tiro. Les invito a hacer memoria, porque dentro de esta tendencia ya les he presentado en otras ocasiones dos archiconocidos cuadros de Sorolla. ¿Recuerdan 'El grito del Palleter' (1884) o 'El padre Jofré defendiendo un loco' (1887)? Seguro que sí. Pues bien, al mismo tiempo que Sorolla pintaba la primera obra señalada, Muñoz Degraín realizaba una obra cumbre del siglo XIX, 'Los amantes de Teruel'.
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Ambos cuadros se presentaron en la Exposición Nacional de aquel año. La pintura del joven Sorolla fue premiada, pero en una categoría menor (la segunda) que en la obtenida por Muñoz Degraín, la primera. Según algunas fuentes, nuestro pintor más universal no aceptó de buen grado el resultado y pensaba que su obra superaba en calidad a las tres de primera categoría, incluida la de Muñoz, pero esa es otra historia. 'Los amantes de Teruel', el más famoso cuadro de Muñoz Degraín, pintado en Roma, representa la escena final de la consabida y melodramática leyenda. El amor imposible entre Diego y doña Isabel acaba como tenía que acabar. Al menos a la luz del fatal destino que presagiaba su diversa condición económica. De cuerpo presente Diego, doña Isabel besa a su amado y exhala su último suspiro, y colorín colorado. La obra causó furor por su calidad y por la elección de una escena que representaba la sublimación del romanticismo, la muerte por amor. El cuadro fue adquirido por el Prado por 9.000 pesetas, un pastón de la época.
En Málaga, Antonio Muñoz encontró, además del amor, gran parte de sus amistades. Una de sus más apreciadas era José Ruiz Blasco, un artista de escaso éxito, al que Muñoz le sacó de más de un apuro. Tomen nota. Nuestro protagonista marchó a Madrid, donde nuevas oportunidades -con los consiguientes éxitos- y cargos de creciente responsabilidad fueron engrosando su palmarés. Los citaré, pero antes conviene aclarar que su gran amigo José Ruiz tendría un hijo. Al pobre bebé le pusieron el nombre más largo que jamás ha oído un servidor (búsquenlo), aunque en casa le llamasen Pablo. Efectivamente, era Pablo Ruiz Picasso. Así que estando Muñoz en Madrid, José Ruiz pidió a su amigo que hiciera de su hijo aquello que el progenitor no había podido, un gran artista. Ni qué decir que el chaval ya era todo un talento en todo lo que se proponía artísticamente.
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A los ojos del padre, Pablo era un diamante en bruto por pulir, y el mejor pulidor posible de la época era su amigo Antonio. Según analizó López Albert, nada más lejos de la realidad. El joven pintor malagueño, interesado en un lenguaje artístico más moderno e innovador, no vio con buenos ojos formarse con el afamado artista valenciano. Desmotivado, Picasso no daba apenas palo al agua. Y Muñoz así lo informaba a su amigo. Además, Muñoz no estaba por la labor de transigir. En una ocasión Picasso le mostró un ejercicio paisajístico y Muñoz le dijo que eso parecía «un huevo escalfado».
Ambos vivían diferentes realidades artísticas. Su relación se enderezó, pero el peso del maestro sobre el discípulo fue tan tenue como una vela en la inmensidad nocturna. Picasso se fue a Barcelona, donde el modernismo calaba hasta en los edificios. Muñoz Degraín fue presidente del Círculo de Bellas Artes de Madrid, caballero de las órdenes de Isabel la Católica, Carlos III y Alfonso XII, Medalla de Honor en la Exposición Nacional de 1910, etc. Su relación con Valencia fue amable hasta el final de sus días en Málaga (1924). Si quieren 'saludarle', pásense por la Glorieta de Valencia, allí verán un magnífico busto que le homenajea desde hace un siglo.
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