F. P. PUCHE
Sábado, 18 de enero 2025, 23:30
Las inundaciones del pasado octubre han eclipsado un tanto la presencia de una exposición de singular interés, que abrió sus puertas el 7 de noviembre en el Museo de Bellas Artes. En ella se recuerda a la pintora Rosario de Velasco (1904-1991) una de las artistas españolas más interesantes del siglo XX, cuya obra es rescatada en esta antología preparada por el Museo Thyssen y por el nuestro de San Pío V. Pero hoy nos interesa señalar que, entre las obras expuestas figura el retrato de un médico singular, Antonio de Velasco (1905-1974), que fue hermano de la pintora y que vinculó toda su vida profesional a Valencia, a la lucha contra la tuberculosis y a la dirección del sanatorio de Portaceli, dedicado durante décadas a la lucha antituberculosa.
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Luis de Velasco Belausteguigoitia nacido en Llodio, Álava, fue, en efecto, una de las eminencias españolas en la lucha contra una enfermedad que hizo estragos ya en el siglo XX pero que en el siglo XX mostró su peor cara durante la posguerra, tiempo de pobreza, baja salubridad y deficiente alimentación.
José Antonio Velasco, hijo de nuestro personaje, he recopilado todos los datos posibles sobre la vida y la obra de su padre. Y nos recuerda que los llamados 'Belauste', con una prole de catorce hermanos, residían en Madrid, aunque Llodio era el solar familiar y residencia de verano. «Mi padre -nos dice-- siguió los estudios de Medicina en la facultad de San Carlos de Madrid entre 1920 y 1926, con notas sobresalientes, entre ellas diez matrículas de honor. Durante la carrera fue alumno interno, premio Hernando también por oposición, en 1923 y premio extraordinario de licenciatura en 1927. Después, siempre por oposición, fue médico interno en 1931. Incluso opositó a médico de la Marina Civil; de modo que hizo dos travesías a Argentina como facultativo de a bordo».
Luis de Velasco se doctoró en la universidad de Madrid y cursó estudios en Francia, Alemania y Austria, pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios: su formación especializada, de dos años, simultaneó clínicas expertas en Tisiología de Berlín y Viena. Finalmente, en 1931, se incorporó al cuerpo de directores del Patronato Nacional Antituberculoso. Al doctor Velasco le correspondió luchar contra la enfermedad en una trinchera abierta, la del dispensario de la ciudad de Valencia, situada en el Camino del Grao. «Eligió venir a Valencia porque fue el número uno de su promoción. Y puso en marcha ese dispensario de manera modélica, atento a la formación de un grupo de médicos jóvenes», nos dice su hijo. «Porque además de Tisiología lo que transmitió a los jóvenes es un modelo humano de tratar a los pacientes».
Valencia, gracias al inolvidable doctor Moliner, tenía en los montes de Portaceli un gran sanatorio antituberculoso. Primero funcionó en la cartuja, pero más tarde pudo disponer de un edificio propio. «Ahí quería mi padre encaminarse; lo que ocurre es que la guerra lo retrasó todo», nos dice José Antonio Velasco. La guerra, añadimos, convirtió el paraje en escenario militar, primero, con el presidente Azaña viviendo muy cerca, en La Pobleta; y después en centro de detención y concentración del franquismo, que hacinó allí a cientos de presos políticos.
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Hasta 1948, después de grandes reformas, Portaceli no estuvo disponible como hospital, para atender a una especialidad grave y urgente como la tuberculosis. Y el doctor Luis de Velasco fue designado su director. «Durante décadas, hasta su muerte en 1974, mi padre estuvo vinculado al sanatorio. Todos los que compartieron su labor y recibieron sus enseñanzas durante esos años lo recuerdan como una persona seria pero muy amable y cercana; sobre todo con los pacientes que eran su objetivo principal», dice su hijo, que muestra muchos datos sobre las precarias dotaciones de los años cuarenta y cincuenta.
«El equipo médico -dice- lo formaron un grupo reducido de especialistas formados con mi padre en el Dispensario. Como el sanatorio estaba apartado de Valencia se contrató también a médicos jóvenes como becarios: hacían turnos de 24 horas como médicos de guardia. Como transporte solo tenían una furgoneta del Parque Móvil del Ministerio, que subía y bajaba a los médicos». En cuando a los aspectos clínicos cabe señalar que, en los primeros tiempos, al no existir un tratamiento eficaz contra la tuberculosis, se recomendaban las consignas clásicas: «Reposo, alimentación sana, calcio, vitaminas... El objetivo deseado era frenar el avance de las lesiones y conseguir que perdieran el poder de contagiar a los familiares y personas sanas». De ahí, el emplazamiento saludable del hospital, en los pinares de Serra.
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«Las medicinas modernas contra la tuberculosis llegaron con los años: la estreptomicina y las hidracidas fueron un gran avance y el panorama comenzó a cambiar radicalmente. Los métodos quirúrgicos también mejoraron», dice José Antonio Velasco evocando los tiempos clásicos de Portaceli. Todo ello hizo que Portaceli fuera muy pronto un referente nacional. Había curaciones y eran tempranas; y a ello, dice nuestro entrevistado, contribuía «la magnífica labor de las Hermanas Mercaderías que llevaban el gran peso de la Enfermería junto a las profesionales».
En Portaceli hubo, además de ciencia médica, un buen ambiente humano en el que se luchó contra el riesgo de la tristeza y la depresión a través de una buena actividad de ocio y entretenimiento: había paseos colectivos y juegos de mesa y salón; había fiestas religiosas, en especial la de la Virgen de la Merced; pero abundaron las fiestas civiles en las que no faltó la presencia de comisiones falleras valencianas. A través de la prensa de la época se puede rastrear la vida Portaceli: la lenta espera de las reformas de posguerra y después la presencia activa de un médico, Luis de Velasco, que dirigía jornadas científicas y académicas, de un lado, pero de otro atendía la faceta lúdica, la constante relación de su hospital con la sociedad.
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Y es que en Portaceli se incentivó la visita de familiares y amigos y, descartado al fin el contagio, no faltaron festivales, sesiones de cine de verano e incluso un memorable concierto de Antonio Machín, especial para los enfermos. En esencia, hubo tan buen ambiente que algunos enfermos, curados pero faltos de empleo, se quedaron como trabajadores o colaboradores voluntarios.
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