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t Sobre el agua. Charles Blondin, en uno de sus trabajos sobre el Niágara. LP
El equilibrista Blondin deslumbra a Valencia

El equilibrista Blondin deslumbra a Valencia

El funambulista francés se hizo mundialmente famoso cuando logró cruzar las cataratas del Niágara en 1859 Actúo en la plaza de toros ante Adalberto de Baviera

F. P. PUCHE

VALENCIA.

Domingo, 21 de febrero 2021, 01:08

Debió ser un espectáculo inolvidable: una gran maroma atravesaba el ruedo de la plaza de toros y un tipo vestido de blanco caminaba sobre ella, a 100 palmos del suelo, acompañado de un redoble de tambores.

Si titubeaba, si perdía el equilibrio, podía caer como un saco sobre la arena. Pero cuando su cuerpo se inclinaba demasiado, cuando aparentaba vacilar y el público estallaba en gritos, le bastaba mover la gran pértiga para recuperar la estabilidad.

Las ovaciones se elevaban entonces como con las mejores estocadas de Antonio Sánchez El Tato; porque estamos hablando de un artista de las emociones y el peligro, de un singular funambulista llamado Jean François Gravelet-Blondin (1824-1897), conocido en el mundo como Charles Blondin. Que actuó en Valencia, a finales de abril de 1863, con un éxito estrepitoso. Solo el ferrocarril del marqués de Campo, que entraba en la vieja ciudad cerca del coso taurino, había cambiado la fisonomía tradicional de la ciudad, todavía amurallada.

Construida por Sebastián Monleón hacía pocos años, la plaza de toros ya estaba dando lustre a la ciudad. De modo que su empresario quiso estirarse y trajo a Valencia el mejor de los espectáculos posibles, el de Blondin, contratado en la misma jira para cruzar a gran altura la plaza de toros de la Barceloneta y el estanque del Retiro de Madrid.

Se trataba de un héroe; un hombre que venía precedido de fama universal desde que en el verano de 1859 no se le ocurrió nada mejor que cruzar la garganta de las cataratas del Niágara por una cuerda de 335 metros de longitud, tensada a cincuenta metros sobre las aguas turbulentas.

Las revistas americanas no daban crédito y escribieron que, cuando se asomó al abismo, el funambulista dijo: «Señores, si alguno de ustedes quiere atravesar, podrá verificarlo sobre mis hombros». Y añadían que «por amable que fuese la propuesta, nadie la aceptó». Así es que el valiente avanzó «con la frente erguida y sin auxilio de balancín» y al llegar a la mitad del camino lanzó al vacío una cuerda con la que le subieron una botella de vino desde un barco que navegaba en el fondo de la garganta; dio unos tragos, la lanzó al fondo y siguió su camino hasta llegar al otro extremo del cable, en el Canadá.

El artista sin miedo dejó al mundo con la boca abierta y se hizo protagonista de los grabados de las revistas ilustradas. No contento con eso, Blondin repitió la hazaña en 1860. El «héroe del Niágara» mostró que era capaz de hacer el terrorífico recorrido de muy diversas formas: sin zapatillas, encapuchado o sobre zancos. Diez, doce mil espectadores, congregados en ambos lados del río, le reportaron generosos beneficios.

El peligro que los espectadores advertían no existía para este atleta, de 39 años cuando pasó por Valencia. Desconocía el miedo a la altura y confiaba en su maroma, de dos pulgadas de diámetro, tensada a la perfección mediante anclajes y poleas. De modo que a lo largo de su carrera fue acumulando toda clase de diabluras áreas.

Ingenios de gran altura

Lo más sencillo era pasar el alambre llevando una carretilla o cargando en la espalda a su ayudante, Harry Colcord; después, lo que hizo fue crear un complejo sistema de contrapesos con el que se sintió capaz de todo: ponerse cabeza abajo y acostarse sobre el cable; montar en bicicleta o subirse al respaldo de una silla; comer y beber sentado a una mesa y hasta llevar a las alturas una cocina económica que encendía para guisarse una buena tortilla a la salud de un público que no daba crédito a lo que estaba viendo.

La prensa del mundo enloquecía y la de Valencia le colmó de honores. «Si M. Blondin hubiese vivido en la Edad Media le hubieran quemado vivo por creerle brujo a que tenía parte con Satanás», escribió un gacetillero entusiasmado. La reconstrucción que se puede hacer de su estancia en la ciudad indica que actuó el 26 y el 30 de abril, con enorme éxito. Y que entre sus admiradores estuvo el príncipe Adalberto de Baviera, emparentado con la casa real, que contempló sus espectáculos y le mandó llamar como huésped que era de la misma fonda donde el artista se alojaba.

El noble caballero, según reseña de los diarios, dijo sobre el trabajo de Blondin que «al principio se sobrecogió de un sentimiento de terror, pero luego cobró súbita confianza al ver la facilidad y ligereza con que verificó sus trabajos». Casado con Amalia de Borbón, hermana del rey consorte Francisco de Asís, el príncipe bávaro llegó a decir que iba a retrasar su salida de Valencia por «el gusto de verle por segunda vez»; y rendido ante su arte, «le regaló un magnífico alfiler formado por una preciosa perla de gran valor».

Cuando actuó en Valencia ya lo había hecho en el Cristal Palace de Londres, a veinte metros de altura y sobre zancos. Después, aunque no volvió a América, sus proezas se multiplicaron haciendo exhibiciones sobre lagos, estanques y zonas de alto riesgo. Por descontado que un buen auxilio de propaganda daba emoción a sus actuaciones: cada vez que había algún problema en los anclajes o en la cuerda, se hacía saber a los periódicos y se suspendía la función con el fin de dar emoción añadida a las actuaciones. Pero sus accidentes fueron muy pocos y ninguno grave, por fortuna.

Charles Blondin murió en Londres, con más de setenta años, después de una vida llena de reconocimiento por sus aportaciones al mundo del espectáculo y la acrobacia.

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