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ÓSCAR CALVÉ
VALENCIA.
Domingo, 9 de junio 2019
«E nos fom en la rambla, entre'l reyal e la torre; e quan vim nostra senyera sus en la torre, descavalgam del caval, e endreçam ves orient, e ploram de nostres uyls e besam la terra, per la mercé que déus nos havia feyta». Jaime I 'dixit'. La noticia fue dictada por 'el Conquistador' para inmortalizar, a modo de crónica, la toma de Valencia.
Imaginen al emblemático monarca en el viejo cauce del Turia. Sitúenlo entre los actuales Jardines de Viveros, donde estaba el 'rahal' musulmán (germen del desaparecido palacio del Real) y el espacio hoy ocupado, más allá de la otra margen del río, por el palacio del Temple. Desde allí abajo, el monarca no pudo contener las lágrimas cuando el pendón de la conquista era izado por primera vez en la ciudad. Aquella señal ondeaba sobre una torre llamada de Ali-Bufat.
La pregunta del millón ¿Por qué esta historia para hablar de un edificio neoclásico? El relato bajomedieval no responde a una licencia de quien suscribe. En absoluto. Se trata de una cuestión trascendental, pues en ella subyace la génesis del nombre del edificio que protagoniza el reportaje de esta semana, el Palacio del Temple. En alguna ocasión les he contado que entre las huestes que acompañaban a Jaime I durante la reconquista cristiana se hallaban notables representantes de las principales órdenes religiosas del momento. Entre otros, colaboraron franciscanos, dominicos y mercedarios, estos últimos a partir de 1235. Por supuesto, también templarios. Aunque esta orden destacaba por su contrastada vertiente militar, todas y cada una de ellas obtenían el reconocimiento real tras el éxito en la toma de las ciudades. El reconocimiento y, permítanme la expresión, el «pedazo del pastel». Un pastel que, siguiendo con el símil, a menudo se cortaba incluso antes de cocinarse.
El Llibre del Repartiment delata que los templarios fueron tratados con un favor especial. Quizá por haber ofrecido una ayuda más efectiva en las armas. Quizá por un vínculo vital. Jaime I había estado tres años, cuando todavía era un niño, bajo la tutela de los caballeros templarios del castillo de Monzón, aspecto que sin duda forjó su carácter.
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El caso es que aquella torre simbólica y un importante espacio que la circundaba fueron donadas por el monarca a los templarios. De hecho, la entrada textual del rey que abre este reportaje ya advertía sobre aquella misma jornada: «[...], a hora de vespres, enviam a dir al Rey e a rais Abhalmalet, per tal que sabessen los christians que nostra era Valéntia, e que nengun mal no.ls faessen, que metessen nostra senyera en aquella torre que ara és del Temple; e ells dixeren que.ls playa». El palacio tardaría algunos siglos en llegar, pero el terreno ya era de los templarios.
Los miembros de la Orden del Temple se asentaron en la zona y obtuvieron licencia real para levantar allí un horno, todo un privilegio al alcance de muy pocos. Ríanse de las dificultades actuales para obtener la licencia de un estanco.
Unas décadas después el acaparamiento de poder por parte de la orden puso muy nervioso a un rey francés: la rumorología y el apoyo papal al soberano galo hizo el resto. Eso, y la hoguera. A grandes males... Algo así pensaría Jaime II de Aragón cuando en 1317 creó la Orden de Santa María de Montesa: en términos informáticos, fue un 'reseteo' de la malograda orden. Resulta sintomático qua a tal efecto se invirtieran los bienes no confiscados a los desaparecidos templarios.
Todo esto influyó, y mucho, en el devenir del futuro palacio. Por un lado, no lo olviden, la nueva orden tenía su casa principal en la población valenciana de Montesa. Por otra parte, el horno y las dependencias de la capital del Turia cambiaron de manos. José Rodrigo Pertegás, autoridad sempiterna del urbanismo medieval advertía en 1923 «[...] el conjunto de aquellos edificios religioso-militares, que en casi todo el transcurso del siglo XIV pertenecieron a los caballeros de Montesa, ocupaba un espacio de terreno bastante menor que el que ocupa el suntuoso edificio actual». Aludía al Palacio del Temple que conocemos. Además, Rodrigo legaba jugosas noticias sobre la inveterada costumbre de construir sobre lo construido. De todos modos, la orden sufrió importantes vicisitudes con el paso del tiempo. También sus posesiones. El día 'D' del palacio del Temple llegó el 30 de enero de 1761.
El Archivo del Reino de Valencia conserva el 'Real Decreto comunicado por el Excelentísimo Señor Marqués de Esquilace al Real Consejo de Ordenes, y por su Alteza al Dr. Frey Don Alexandra de Torres, Prior de Santa María del Temple y del Sacro Convento de Montesa'. El documento notifica la orden de Carlos III [...] para que se construya en el Temple de Valencia el Edificio que se necesita para Iglesia, Convento y Colegio de Montesa, con arreglo al Plano que el Consejo me ha remitido, y consigno ciento y treinta mil pesos en el tiempo de cinco años, a disposición del Prior y Comunidad, para que ocurran a su fábrica, con la precisa calidad de que no han de pedir mayor suma para concluirla». Resulta fascinante la última advertencia. Lo demás son cuentos y sobrecostes, ¿o no?
Será odiosa, además de muy compleja en valor real, créanme, pero la comparativa es también llamativa. En 1761 Carlos III otorgaba para la construcción del edificio la cantidad señalada, ni un «duro» más. También estipulaba un plazo de obra que no superase los cinco años. En el siglo XXI el coste de la restauración del palacio ha supuesto doce millones y medio de euros, además de siete años de obras. Adivinen si el proyecto de rehabilitación presentado en nuestra época ha sufrido modificaciones presupuestarias y de periodización. Han acertado.
En favor de nuestros contemporáneos conviene reivindicar algo. Si dos siglos y medio atrás se pasó por alto la particular historia de aquel espacio, hoy, o mejor escrito, a finales de año, podremos observar algunos de los vestigios que antaño configuraron el paisaje contemplado por el mismísimo Jaime I. Casi nada. La demora y el desajuste presupuestario responderían a causas específicas y coherentes, al menos a mi siempre discutible parecer. Insisto, las comparaciones son odiosas: Carlos III aportaría en 1767 otros cuarenta mil pesos y prorrogaría las obras unos años más. Donde dije digo...
Sobre las causas de la construcción del nuevo templo, era Carlos III, el promotor, quien las desgranaba en el decreto indicado: «Mando que la Comunidad del Convento y Colegio conste de treinta plazas de Religiosos y catorce de sirvientes que deba tener antes del Terremoto del año mil setecientos cuarenta y ocho...».
Efectivamente, el 23 de marzo de 1748 se produjo un fuerte terremoto con epicentro en Montesa. Como señalé, allí tenía su casa principal la orden homónima desde su creación. Aquel seísmo dejó inservible el castillo-monasterio y era preciso reubicar a sus habitantes. El palacio del Temple tenía una razón de ser. Para entonces, aquella primigenia donación medieval de Jaime I había quedado ostensiblemente reducida. El terreno estaba ocupado por una modesta casa conventual con iglesia, rodeada por un gran número de propiedades privadas que recogió en su célebre plano el padre Tosca. Todas esas casas fueron expropiadas a ritmo vertiginoso, también la de un tal Felipe González, asunto que ha generado alguna que otra broma.
Como ha estudiado recientemente Juan San José, en el proyecto real intervinieron varios arquitectos. Miguel Fernández estuvo a la cabeza, acompañado de Vicente Gascó, Antonio García, Antonio Martínez o Diego Cubillas, entre otros. Todos bajo la dirección de Joseph Ramírez, prestigioso hermano de la Orden nacido en Guadassèquies que sobrevivió al terremoto de Montesa y que fue nombrado superintendente de la obra del 'Sacro Convento, Yglesia y Colegio'. Una curiosidad sobre el principal maestro de obras. Miguel Fernández fue discípulo de Francesco Sabatini, el arquitecto de confianza de Carlos III y autor, entre otras obras, de la Puerta de Alcalá.
La vida de este palacio empezó mucho antes de su construcción. Ya lo dijo Jaime I. Para una fuente más actual, acudan al lugar. En el edificio una placa recuerda el 'Sitio de la torre y puerta de Bab-el Sadchar, llamada después del Temple, donde tremoló el pendón real de la conquista en 9 de octubre de 1238. Concedida por el invicto rey don Jaime a los Templarios, conservada por la Orden Militar de Montesa y demolida para el ensanche de la ciudad en 1865...' Esa estructura fue registrada en varios grabados, ¿la volveremos a ver?
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