Los reyes de Italia caminan bajo el umbráculo en el puerto. Enrique Reina

La visita al galope de los Reyes de Italia

Camino de Madrid Víctor Manuel y Margarita apenas dedicaron cuatro horas a los valencianos, que llevaban un mes preparando la visita

Sábado, 1 de junio 2024

Duele escribirlo, pero fue como en las películas de Charlot: todo deprisa, todo a la carrera y a saltitos. El 6 de junio de 1924, ... ahora hace un siglo, la ciudad de Valencia vivió una visita de campanillas, el principio de un viaje de Estado: pero si bien se había preparado a conciencia para recibir a los reyes de Italia, el paso de los monarcas no duró más de cuatro horas entre el desembarco en el puerto, al atardecer, y el embarque en el expreso nocturno rumbo a Madrid. Una decepción para una ciudad que lo había dado todo, a base de flores, para agradar.

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A las cinco de la mañana ya estaban en pie las selectas familias invitadas por el naviero J. J. Dómine para hacer un viaje hasta las Columbretes, punto de bienvenida a aguas españolas de los reyes de Italia, Víctor Manuel III y Margarita. El vapor «Sister», emblema de la compañía, renovado y engalanado para la ocasión, zarpó a las ocho en punto, con las calderas a tope y el aroma de café y bollos de un espléndido desayuno. Mientras tanto, en tierra, todo estaba a punto: desde el infante don Fernando de Baviera, enviado del rey Alfonso para la recepción oficial, hasta los fogoneros del tren real, que desde la estación del Norte tenía que desplazarse hasta el puerto para recoger a la real familia italiana.

Valencia, en plena primavera, desprendía el aroma de todas las flores. Valencia había hecho un derroche floral para esta visita: desde la capilla de la Virgen hasta la locomotora regia; desde el monumento al marqués de Campo hasta el menor rincón de los Viveros, todo estaba limpio y cuajado de flores. Pero lo malo es que había poco tiempo para disfrutar de tan gran esfuerzo. Y el tiempo, esa es la verdad, se consumió en aguas de las Columbretes, el punto de cita de las escuadras española e italiana, donde se fueron horas en radiomensajes, salvas, saludos, gallardetes, dirigibles y piruetas de los hidroaviones.

Valencia había hecho un derroche floral para esta visita, desde la capilla del Santo Cáliz hasta la locomotora regia

Mussolini, el nuevo líder del gobierno italiano, había enviado a su rey a bordo del acorazado «Dante Alighieri», flanqueado por el «Cavour», el «Duilio» y un enjambre de destructores. España no había querido ser menos y puso en la zona lo mejor que tenía: los cruceros «Alfonso XIII», «Victoria Eugenia», «Álvaro de Bazán», flanqueados por muchos buques menores. El valenciano «Sister», con los invitados, cada uno provisto de su cestita de tortillas y empanadillas, evolucionó entre las dos armadas, saludó con la sirena al buque insignia italiano y se puso luego en cabeza, empavesado como una feria, rumbo al Cabañal; y a 16 nudos nada menos. Pero ya era tarde.

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Solo el vapor «Sister», y su hermano «La Roda», tuvieron el honor de amarrar junto a la Escalera Real del puerto, el punto privilegiado para ver la llegada. Pero como las dos armadas se quedaron frente a la playa, el desembarco del séquito -todos cargados de medallas y sombreros de seda-se tuvo que hacer desde los buques a lanchas gasolineras, con mucha calma y buen cuidado. De modo que, cuando los reyes de Italia pisaron la Escalera Real, cuando recibieron la primera lluvia de flor desde globos cautivos, ya habían sonado en el reloj del puerto las seis de la tarde.

Flores y más flores. Entre el edificio del Reloj y los tinglados se había instalado un umbráculo cuajado de vegetación. Víctor Manuel y doña Margarita, entre guirnaldas y «corbeilles» avanzaron por una alfombra vegetal hasta el tren regio. Eran cinco lujosos coches de Wagons Lits, más otro de restaurante, equipados con todo lo necesario, desde cocina hasta clínica, para un séquito de más de cincuenta nobles, embajadores, militares y ayudas de cámara. Pero el tren tenía que estar a las 10.30 de la mañana del día siguiente en Madrid, las diez paradas nocturnas ya estaban establecidas y el tiempo estaba tasado. De modo que todo lo que los reyes de Italia vieron de la ciudad, como todo lo que los valencianos vieron a los reyes de Italia, fue fugaz, rapidísimo, como en un vodevil de puertas que se abren y cierran.

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La estación del Norte era un jardín botánico de ensueño. Y la plaza de Castelar se había transformado en una bombonera. Para empezar, se habían construido a toda prisa unos kioscos para las floristas, donde muchachas de la mejor sociedad habían peleado durante un mes por tener plaza, vestidas de valenciana, para echar pétalos de flor al paso de los monarcas. Pero el rey de los italianos fue embarcado en un landó de cuatro caballos y desde la estación fue llevado a toda prisa a la Virgen. De modo que no se detuvo ni en la plaza de Castelar tan bonita, ni en el Ayuntamiento, que lucía sin terminar, pero muy adelantado. Por si había parada, que no la hubo, hubo salones preparados con más flores, plantas y refrigerios.

La parada en la basílica se inició a las siete menos diez de la tarde y a las siete y cuatro estaban los soberanos en Capitanía. Donde se habían preparado nueve habitaciones, nueve, solo por si era preciso un cambio de ropa, acicalarse o ir al servicio. Por descontado que allí hubo flores por todas partes, además de recepción oficial de autoridades, multitud en las calles y un desfile militar que concluyó a las ocho y veinte. La siguiente parada fue los Viveros, donde el jardinero Peris había transformado el recinto con su mejor sabiduría. «Un paraíso», dijo el alcalde Avilés que era ahora el jardín, con sus arcos floridos, sus bancos de cerámica, los jarrones clásicos y piezas de adorno que aún son fundamentales en el parque.

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Pero no pudo ser. La ceremonia floral preparada, la música y los bailes, dio paso, en los pocos minutos disponibles, a un único baile de la «chàquera vella». El ceremonial previsto para la colocación de la primera piedra de un edificio de exposiciones hispano-italiano dentro de los Viveros, se quedó solo en salmodia y bendición. Quizá por eso nunca se levantó tal edificio. Tampoco hubo tiempo para visitar la Feria Muestrario, que había sido prorrogada diez días más, solo para esta visita. De Viveros, el séquito se fue al palacio de la Exposición, donde el Ayuntamiento dio una cena de mucho lujo, pero de alta velocidad, en honor de los ilustres viajeros.

No hubo minutos para mucho más: por el puente del Mar, el séquito marchó raudo a la estación, donde el expreso estaba con sus dos locomotoras en pleno caldeo. Les aguadaba una noche de lujoso viaje y muchas paradas para repostar. Les aguardaba Madrid, Toledo y otras ciudades españolas, con más tiempo y detenimiento informativo, que al final terminaron por robarle a Valencia protagonismo en las revistas ilustradas. Lástima...

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