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Cuando el 'slow food' no era más que una moda a la que muchos se sumaban, ellos ya la practicaban desde su apertura sin saberlo. Porque en Casa Cent Duros el producto de proximidad es una religión que se profesa con convicción. Las verduras llegan de los campos que se extienden a pocos metros del restaurante y las carnes y embutidos de pueblos cercanos. Y todo ello ha contribuido a que se haya convertido en lugar de culto y de obligado peregrinaje en tan sólo nueve años.
Y es que este bar no arrastra una gran tradición hostelera, sino todo lo contrario, porque abrieron en el año 2012. Como relata el patriarca de la familia, Vicente Ballester, lo suyo no eran las cazuelas y los fogones, sino la paleta y el hormigón. «Éramos albañiles y trabajábamos en la obra, pero la crisis nos dio de lleno», explica. Necesitaban un sustento y tenían un espacio que estaban reformando para albergar una vivienda, pero que acabó siendo un bar. «Fue una verdadera locura, porque no teníamos ni idea de dónde nos metíamos, pero pusimos mucho empeño». Primero comenzaron sus dos hijos y después ya toda la familia, con Vicent y su esposa Adriana a la cabeza. El nombre que escogieron fue el de Casa Cent Duros, en honor al abuelo. «Él le prestó cien duros a un amigo para que pudiera acudir a una feria a comprar animales, y de ahí ya se le quedó el apodo».
A los mandos de la cocina estaba Toni, «otra casualidad de la vida, porque él trabajaba en el bar al que íbamos a almorzar cuando estábamos en una obra», explica entre risas Vicent Ballester. Ahora Toni ya se ha jubilado, pero ha formado a Vicent, hijo del patriarca de la familia, que ha cogido el testigo. Él se encarga de abrir todos los días el bar a las seis y media de la mañana. A esa hora, los labradores desfilan por allí para su café antes de ir al campo. «Para nosotros es rentable, porque muchos vuelven a la hora del almuerzo», apostilla.
Enclavado a pocos metros de la plaza del Moreral de Borbotó, es fácil adivinar su ubicación exacta por la cola de coches que se afanan en buscar un sitio para aparcar. Si se acude sobre las nueve de la mañana es más que seguro que encuentren una mesa disponible, pero si ya van un poco más tarde es probable que les toque esperar.
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La pandemia, que ha azotado cualquier rincón del planeta, también se ha dejado notar en Casa Cent Duros. Antes de que el coronavirus se adueñara de nuestras vidas, el ritual siempre era el mismo: el cliente se hacía fuerte en una mesa y después se acercaba a la cocina con la misma ilusión que una novia va al altar; y es en este momento cuando surgía la magia y aparecía ante él una sucesión de platos y cazuelas dignos de una ofrenda a los dioses griegos. Lomo, embutido, carne de caballo, mollejas, tortillas de todos los tipos, chipirones, calamares, albóndigas de bacalao, magro con tomate, habas, pimientos...y una largo etcétera se mostraban ante un cliente que no paraba de salivar. Una vez decidido cuál sería su almuerzo, esperaba en la mesa dando buena cuenta del 'cacao del collaret' y las aceitunas. Ahora el Covid 19 ha acabado, por el momento, con esta ceremonia y hay que esperar sentados a ser atendidos.
¿Cuál es el secreto para que cada día vayan centenares de personas hasta este local? Vicent lo tiene muy claro. «Aquí no escatimamos un euro en el producto. Las alcachofas, habas, coliflores o el pimiento lo compramos a los agricultores de aquí, y eso se nota en el sabor. Además, nuestra carne de caballo no está cortada como si fuera papel de fumar y los calamares y chipirones que servimos son excepcionales». De hecho, de estos cefalópodos fríen cien kilos a la semana. «Tengo unas clientas que vienen tres veces a la semana sólo para comerse un bocadillo de calamares», ríe. La variedad de productos para almorzar es inmensa, pero Vicent Ballester se decanta por dos. «Decidirse es difícil, pero me encanta el bocadillo de carne de caballo con ajos tiernos y el de secreto a la brasa con habas y jamón». Porque, claro, los jueves y los sábados, encienden el fuego para que los clientes saboreen los productos cocinados con el calor de la leña.
Pero en Casa Cent Duros no sólo se como bien, sino que el final del almuerzo hay que coronarlo con un 'cremaet'. Da igual la gente que haya dentro. No importa que los camareros vayan locos de una mesa a otras con botellas o bocadillos. Siempre sale igual de bueno. «No se puede hacer bien si hay muchos clientes en el bar, así que lo preparamos la noche anterior». Aquí es donde entra en escena su hijo, que, como un druida, vierte entre tres y cuatro litros de ron en una cazuela. Azúcar, fuego y paciencia son los ingredientes que necesita para quemarlo bien y que salga perfecto al día siguiente. «Hay que hacerlo todos los días, porque se acaba», apunta.
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Pese al lavado de cara que ha sufrido, una práctica que han hecho la mayoría de establecimientos de hostelería durante la pandemia, el espíritu no ha cambiado. Sigue fiel a una tradición que se remonta a sus orígenes y que le ha valido una legión de clientes que peregrinan hasta este local como si de la misma Meca se tratara. Durante la semana, los agricultores ocupan buena parte de las mesas con su algarabía particular, pero ya de cara al fin de semana familias con hijos se adentran en masa en este local. Porque las tradiciones están para que vayan de generación en generación, y ésta de almorzar es santo y seña en la Comunitat.
Mirando atrás, Vicente Ballester es consciente de la locura en la que se embarcó junto a su mujer, hijos y nueras, pero ahora es afortunado contemplando el bar lleno de unos clientes fieles que no se cansan de repetir. «Esto es muy duro, sobre todo después de la pandemia, pero estoy muy feliz al ver lo que hemos conseguido levantar», concluye.
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