Siempre es mediodía en la terraza del café Alameda. Sobre todo, claro, al mediodía. Sobre todo, si se trata de un mediodía primaveral, al sol que más calienta, sinónimo de ameno confort. Porque el servicio es profesional y atento, el cafelito aparece raudo en ... la mesita y en su punto, nos mece una amable brisa. Mientras, una pareja se hace arrumacos bajo la vigilancia de su pastor alemán, que parece soportar un ataque de celos y ladra durante las maniobras de seducción y cortejo. Sus ladridos se oyen amortiguados por el incesante rumor del agua que brota indesmayable en la cercana fuente, aportando todo el conjunto (el monumento finisecular, la fuente propiamente dicha) su cuota alícuota de armonía al paisaje ambiente. Huele a cloro.
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Llega un grupo de veintañeros. Coca cola para todos (y algo de comer), custodiada su ingesta por la aparatosa escultura ornamental obra de Capuz, dedicada al doctorMoliner, vigía del buen gusto y de cierta convaleciente idea del decoro y los buenos modales. Que se pierde irremisiblemente cuando comparece un grupo de padres cuarentones con su prole y confirmas el daño que hizo Rafa Nadal con sus pantalones piratas y las camisetas sin mangas, las mismas que emplea Ribó para el trámite de vacunarse: estos vecinos de velador ignoran al parecer que sólo si tienes la pinta del héroe de Roland Garros semejante atuendo no contraviene las leyes de la estética. No importa: para que permanezcan indemnes los valiosos atributos del Alameda basta con mirar a otro lado.
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Pero hablando de estética: los jardines crecen asilvestrados, tan abandonados como los parterres y en un banco duerme un mendigo, mientras los aparcacoches inevitables pelean ruidosamente por los metros cuadrados que acaba de dejar vacantes un Mini. Me corrijo: no se trata de estética. Estamos hablando de ética: vecinos de Valencia, qué buenos vasallos si hubiera buenos señores.
Aunque esa es otra historia. La del Café Alameda la cuenta Arturo Cervellera en '101 cafés históricos de Valencia' y se resume en una serie de datos desconocidos para el profano: por aquí cerca se alzó la sede de este periódico (de esa época aún resisten el edificio de La Cigüeña, Casa Blasco, los cercanos cuarteles) y por aquí deambula desde hace 30 años la clientela del Alameda, tripulada con profesionalidad por Tico Corrons, cuya buena mano otorga al conjunto lo que Cervellera llama «un aspecto más cosmopolita», el que merece este egregio rincón de la ciudad que él mismo bautiza con acierto como «el prado de Valencia». Que reluce al mediodía, hora sagrada del sagrado aperitivo, pero que brilla también a la hora del crepúsculo. «Una de las puestas de sol más espectaculares», anota. Quedamos avisados.
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Faltan todavía unas cuantas horas para semejante acontecimiento, que nunca defrauda. Este mediodía, la clientela que hoy releva a los venerables parroquianos de la hora fundacional (1990) se conforma con abandonarse a una tertulia donde prolifera como palabra clave un acrónimo (llamado PAI) y la cháchara desemboca de manera natural en donde todas en este tiempo pandémico: también aquí triunfa esa Margarita del Val que resulta que todos llevábamos dentro. Delenda est Pedro Sánchez y a por el almuerzo: los feligreses zampan las sabrosas viandas como si no hubiera mañana y las palomas empadronadas alrededor de los ficus les imitan con un atracón de migas. Los minutos son blandos como los relojes de Dalí cuando reina el sol: el sol del mediodía. Cuando reina el secreto del Café Alameda y su longeva terraza: su devoción por el tiempo detenido, gran conquista de la civilización occidental. Y otro secreto adicional: el café es excelente.
¿Conclusión? Que hay otras terrazas, pero están en ésta.
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