![Dónde almorzar en Valencia | El éxito de la tasca que sólo tiene una barra para comer y una plancha para cocinar](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202204/20/media/cortadas/WhatsApp%20Image%202022-04-19%20at%204.08.06%20PM-RkuwktLmOkjz6QuLv5b4RNL-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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Jesús Arenas se ríe cuando tiene que contestar a la pregunta de cuántas sardinas habrá limpiado en toda su vida. ¿Miles? Miles y miles, dice. Pero a pesar de que comenzó a quitar cabezas y espinas cuando todavía era un adolescente ayudando en el negocio ... familiar, le deja el mérito a su madre, María José. «Ella es mi ídola», dice Jesús, y cuenta cómo estuvo al pie del cañón en Tasca Ángel durante muchos años, incluso después de morir su marido.
Ya jubilada, son sus hijos Víctor y Jesús, junto a sus parejas, quienes mantienen inalterable un local que no se ha dejado llevar por modas de esmorzarets, bravas o frituras. Allí el pan va acompañando a una tapa o es la base de un montadito. «No, no hacemos bocadillos», le dice a un cliente que se para a preguntar. Lo tiene tan claro como que la sardina va a seguir siendo su plato estrella; abierta, sin espinas, a la plancha, vuelta y vuelta el tiempo justo y regada de una salsa que se inventó su padre, Pepe, hace ya un porrón de años. El mismo que atendía a sus clientes como un tesoro, y que tenía frases como la de: «Bienaventurados los que nos copien porque ellos heredarán nuestros defectos». «Aprendí mucho de él», recuerda Jesús.
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En su camiseta se puede leer 'Tasca Ángel. Desde 1946'. Más de 75 años de vida que hablan de un barrio del Carmen de sabores auténticos que ha dejado paso a franquicias y negocios mal enfocados al turista. Que hablan, además, de un tipo de negocio, la barra para tomarse el vermú, que prácticamente ha desaparecido en Valencia. Una tasca que recuerda a esos lugares tan comunes en otras regiones de España, donde no hay mesas para sentarse, sólo cinco taburetes, tres metros de barra adelante y atrás y una pequeña plancha por donde pasan huevas, sepia, chipirones, gambas y, claro está, las sardinas.
Por no haber no hay ni microondas. Sólo un pequeño fuego que se pone a funcionar cuando ya no dan más, cuando el local está a reventar y los platos y las copas vuelan por encima de las cabezas buscando una esquinita donde reposar para acabar engullidos por comensales que están hombro con hombro con desconocidos. Un escenario poco propicio a pandemias, restricciones, aforos y distancias de seguridad. «Lo hemos pasado mal, y menos mal que el local es nuestro». Aquí no hay terraza y la barra es el único lugar donde apoyar los codos, así que la travesía del desierto ha sido más larga para ellos.
Jesús Arenas celebra la nueva normalidad, y recuerda aquella vez en que un año de Fallas llegaron a servir 800 kilogramos de sardinas, servidas entre clientes habituales y turistas, que de vez en cuando se dejan llevar por ese aire demodé del negocio, con su vitrina de productos frescos comprados en el Mercado Central cada mañana y, al fondo, una cerámica que encargó Pepe donde se ve un plato de anchoas y un cartel que reza: «¡Pruébelas!».
Dice Jesús que no es fácil a veces el trato con un público tan dispar. «Tenemos hijos y nietos de gente que lleva viniendo toda la vida, que incluso sabemos qué van a pedir», explica. El turista necesita más atención, explicarle cómo funciona el local y que se conforme con el pedacito de barra que le toca, mientras observa asombrado cómo se maneja Jesús al frente del local, cómo se piden las comandas, cómo parece tener el don de la ubicuidad. Ya no hay camareros así. Lo dice él, pero también el cliente solitario que participa en la conversación. Apenas han abierto, todavía no es hora de aperitivo y Jesús va almorzando como puede antes de que llegue el grueso de los comensales.
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Almudena ORTUÑO
¿Era lo quería cuando soñaba con su futuro en su adolescencia? «No», responde rápido. A mí lo que me gustaban eran las motos, y todavía me gustan… Recuerdo que mi padre quería montarme un taller ahí delante». Todo quedó en un sueño. Le gusta estar al frente de su propio negocio, pero al mismo tiempo reconoce que la hostelería es muy sacrificada. Y eso que él y su hermano van a turnos y que en agosto, pase lo que pase, bajan la persiana. Aunque la calle hierva de turistas.
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