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EL DESCUBRIDOR
Jueves, 9 de mayo 2024, 21:23
Dice Toni Montoliú que si aceptara todas las peticiones de reserva que se acumulan en el móvil, hoy tendría que dar de comer a más ... de mil personas. Y esgrime el teléfono para corroborar, en efecto, el éxito de su local de comida popular, vestigio de una clase de gastronomía que se tiende a batir en retirada frente al imperio de la alta cocina o de la globalización en la hostelería (esa clase de negocios que lo mismo se encuentran en Valencia que en Berlín o Buenos Aires). Pero la barraca donde opera como maestro de ceremonias dista mucho de ser una reliquia. Al revés, es un vigoroso restaurante, con todas las sillas ocupadas en esta luminosa mañana de mayo, donde se come estupendamente, a tarifas contenidas, que sirve además un plato intangible en su carta: la experiencia de sentarse a la mesa a compartir ricas raciones de la memoria de la huerta valenciana. Un manjar que se suma a los otros que sirve Montoliú en cuanto toca la campana.
Es el primer momento insólito de una velada que traerá numerosos instantes desbordantes de esta clase de magia, especialmente para quienes se destetan en las mesas de Toni. Quienes han sido avisados con antelación e insistencia de que no deberían perderse este espectáculo consistente en tomar asiento en medio de este paraje situado a las afueras de Meliana, negociar las curvas que a pie de acequia conducen a sus dominios y visitar los aledaños de su local, mientras se espera la hora de sentarse a la mesa, porque todo ese conjunto de edificaciones y cultivos forman parte del mismo pack: se podría llamar la experiencia Montoliú si el mago de esta casa necesitara asesores de comunicación. Pero Toni no los necesita. A su manera, es su propio jefe de marketing. El creador de la marca Toni Montoliú.
La función que cada día representa a la hora de comer («Antes daba también cenas con espectáculo musical, pero acabábamos a las tantas y las quité», explica) se inicia con un paseo por las instalaciones circundantes, incluyendo el cobertizo donde exhibe una curiosa exposición de útiles agrícolas que custodia el amigo Miguel. En la puerta, se ofrece a hacer fotos a las visitas con la barraca de fondo, mientras se dedica a apilar la cosecha de cacaus en su regazo y los da a probar. «Están sin tostar», advierte. Luego señala hacia otra de las atracciones que figuran al alcance de la mano: los corrales donde Montoliú guarda los animales de su granja y, sobre todo, el rincón donde se alinean las paellas que están susurrando «cómeme» a los comensales. El maestro paellero, siguiente estación de este viaje iniciático, suda con generosidad mientras aguarda el segundo mágico en que debe arrojarse el arroz y entre sofoco y sofoco avanza alguno de los secretos de su oficio... que son bastante obvios: «Hacer el arroz es lo de menos: lo importante es lo de antes». Y lanza una pulla a quien corresponda: «Porque esto es paella. El arroz esa otra cosa».
Dicho lo cual, con alguna retranca confiesa que vive todo el año en la misma estación (verano tórrido en su caso) y despide a la clientela recordando que está a punto de sonar la campana que marcará el inicio de la comida. Por si se necesitara un aviso adicional, por aquí viene Toni para pastorear a sus feligreses hacia el interior. Mejor dicho, los interiores: su establecimiento es un conjunto de locales, que dispone también de terraza al aire libre, por donde reparte cada día a su clientela. Incluida por cierto la barraca, donde una larga mesa espera la llegada del grupo que viene a festejar una comunión; en uno de los locales interiores, un reservado acoge otra celebración, tuna incluida: una boda, ruidosamente soportable. En total, más de 200 personas que se someten al rito de pagar 30 euros, bebida aparte, por un menú presidido por la paella, antecedida por cuatro entrantes que van variando según la temporada, seguido de un postre también de kilómetro cero: las calabazas asadas recogidas en el campito vecino que se divisa desde la ventana del comedor o naranjas, variedad navelate, que también cosecha Toni en aquel corro de árboles que vemos al fondo de su huerta.
No hay más misterios... que el misterio central. La paella está riquísima, perfecta de punto y de sabor. Y Toni hace el resto. Mientras va atendiendo las mesas comparte con el recién llegado sus cuitas, siempre con el móvil en ristre a pesar de que desatiende la mayoría de las llamadas. «Mira, mira» enseña a la clientela: son todas esas peticiones de reservas que forman fila en la pantalla del teléfono. Luego cuenta que el hermano del cocinero José Andrés, que ejerce su oficio en Dubai utiliza para enseñar a sus alumnos cómo se hace una paella un vídeo donde aparece el mismísimo Toni, que de repente se larga, vuelve a aparecer para animarnos a que visitemos después de tomar café sus cacaus y enarbola otra vez el móvil: un cliente, ingeniero y residente en Alemania, le cuenta que el famoso vídeo se proyecta en el aeropuerto de Francfort en pantalla gigante y también en las marquesinas repartidas por ésa y otras ciudades alemanas. «No necesito más publicidad», concluye mientras se encoge de hombros.
Llega la hora de levantarse. La casa invita a coca con el café, estupendo broche para una velada memorable que culmina Toni saliendo a despedir a la clientela, explicar la astuta manera en que gestiona el negocio para que siempre haya alguna mesa vacante «por si viene el Papa, por ejemplo» y exhibir con un punto de orgullo uno de los trofeos que le dan fama: una cucharilla dorada que pende del cuello y se agita tanto como su dueño. También el servicio (formidable, por cierto: ya podrían aprender algunos maestros de la gastronomía Michelin) nos dice adiós. Hasta las siete de la tarde estarán trabajando para que mañana se vuelva a poner en pie este recomendable espectáculo. Cuando vuelva a sonar la campana de Toni.
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