Casa Flor, 130 años en el Cabanyal
El emblemático local del castizo barrio valenciano proclama la vigencia de las casas de comida de toda la vida
El Descubridor
Jueves, 6 de julio 2023, 18:37
Hubo un tiempo, no tan lejano, en que Casa Flor no era la rareza que hoy empieza a representar en la escena hostelera de Valencia. ... El tiempo en que esta clase de negocios menudeaban entre nosotros, porque a lo suculento de su menú añadían una contenida hoja de precios y ese intangible llamado encanto. Un encanto bizarro, cañí y castizo, el que atesora un local con 130 años de vida, nada menos, que ha sabido crecer siendo leal a su propósito fundacional, el mandato bíblico: dar de comer al hambriento. Una misión que se cumple estupendamente en esta esquina que se asoma al Cabanyal de toda la vida, el que todavía resiste sin someterse a la gentrificación: un privilegio que nace de su emplazamiento, en las puertas del barrio, y del carácter de la familia que defiende esta barra benemérita, la saga de los Flor, inasequible a las modas. Casa Flor no es un gastrobar. Es una casa de comidas, a muchísima honra.
Esa etiqueta significa lo que antaño era norma y hoy aún sobrevive, al menos en su caso. Producto de mercado de gran calidad (allá enfrente se ubican la paradas del Cabanyal, que gozan por cierto de muy buena salud y bullen de actividad al mediodía); buena mano en los fogones y un servicio profesional, eficaz y discreto, formado por unos excelentes camareros que atienden a los clientes desplegados en la mesa con la misma clase y admirable agilidad con que tienen que resignarse a rechazar a quienes no han reservado con antelación y se encuentran todas las mesas llenas, como es norma a la hora de comer. La carta resume esos tres valiosos atributos con su imbatible oferta: cocina de estupendo nivel, a 12 euros el menú.
El día en que tuvo lugar este descubrimiento se podía elegir entre olleta de arroz y acelgas, salmorejo, marmita de garbanzos con pulpo y calamares y ensaladilla mimosa de marisco. Media docena de postres (incluido el pan de San Andrés o la tarta belga, favoritos de la parroquia) completaban el menú; entre ambos platos, una rica oferta de segundos de acabada factura. Nueve alternativas de tronío donde descollaba la marca de la casa, una riquísima titaína con albóndigas de bacalao más que recomendable, como el resto de su recetario que hace buen el eslogan de la casa: el paraíso del buen comer. Una feliz experiencia que se amplía a su acreditada vocación por el almuerzo y que avala la condición totémica del establecimiento: un sabroso itinerario jalonado por platos de vocación autóctona. Kilómetro cero antes de que se inventara este concepto, a saber: allipebre (no sólo de anguilas: vale el pescado que mejor aspecto presente cada mañana), sus fuentes de croquetas, tan apetitosas como diversas o ese manjar que llaman guisado de peras. Y vale también cualquiera de sus suculentos arroces, la abrumadora oferta de tortillas o los platos de cuchara: atención al estofado de garbanzos...
Concluye la comida. Los camareros comentan con sus feligreses las penalidades que sufre el Valencia de su corazón, la clase de confidencias que vinculan el alma de un bar con el espíritu de su clientela: ahí reside otro de los grandes activos de Casa Flor, el factor emocional. Y en el adiós, una nueva mirada panorámica al local corrobora la pertinencia de declarar estas casas de comidas como zona protegida de la ciudad sentimental, porque entre estas cuatro paredes se fragua la memoria de todo un barrio y porque Inma, Mercedes, Jorge, Sergio y demás miembros de esta envidiable plantilla de trabajadores, tercera generación de la familia fundadora, garantizan que su negocio resiste con una vigorosa salud, en plan multitarea. No sólo asegurando la estupenda carta que defiende Casa Flor, sino como esa clase de faro que todo barrio necesita para conquistar el futuro: otros 130 años.
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