Quizá colocaría un vinilo en un tocadiscos como los de antes y haría sonar de fondo alguna pieza clásica, sutil y tierna. Quizá le cogería ... de la mano suave y le sonreiría. Los dos sonreiríamos. Añorar a Loles Salvador requiere eso. Parar el tiempo y llenarlo de elegancia y ternura, como ella. Requiere respirar profundo, recordar y procesar todo lo compartido con esta dama blanca de la alta cocina valenciana. Imponer el silencio para desempolvar su voz, sus reflexiones y sus historias. Recordarte junto a ella en la actual Sucursal, observando a través de la cristalera hacia el canal. «Mira, en un rato verás entrar las barcas. Llegará Fernando con la suya y, si tiene gamba, hará sonar el silbato; es maravilloso», te dirá inundando el instante de magia.
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Cada pincelada de voz de Loles tenía luz, el brillo del optimismo. Eso hizo que su vida, plagada de sacrificios y mucho trabajo, de amor y pasión por los fogones, de tesón y entrega por su familia, esté repleta toda ella de emoción. Así lo vivía. «Apunta», me dijo la primera vez que la entrevisté. «Envejezco pensando que ha valido la pena; volvería a empezar y no cambiaría nada».
Nada tenía que cambiar y nada cambiaríamos nosotros de ella. La gastronomía le debe haber puesto alas a la tradición y haber hecho con ella, vanguardia. Le puso sal a nuestras raíces, chispa a nuestros platos más clásicos, personalidad a su alquimia sin dejar nunca de cubrirla con ese velo especial que tienen los guisos de mamá. Porque ella, por encima de todo, fue eso. Madre. Una madre para la cocina de esta tierra; una madre para sus clientes, y una enorme madre para esa familia –sus hijos y sus nietos a los que adoraba sin límites– que ha sabido asumir su legado y prestigiarlo con su actitud, su ejemplo y su trabajo.
Los que la conocimos le debemos: la energía que nos transmitió cada vez que estuvimos con ella, la fuerza con la que nos impregnaba, el cariño con el que llenaba cada instante de conversación compartido y ese bienestar profundo que siempre emerge cuando la recuerdas. Esa felicidad que nos ha dejado tatuada cuando la rescatas de tu memoria y le escuchas decirte: «te has de venir un día a Los Santos y nos vamos a coger cerezas».
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Las huellas que deja Loles son inmensas. Tan profundas como el amor que procesó. Tan grandes que se hacen imborrables, eternas. Las huellas de esa dama con chaquetilla que ya vuela por su cielo cocinando sus arroces, haciendo tomates y pimientos en conserva y dando de comer a las abejas. Sus abejas. Las huellas de una cocinera única; de una madre extraordinariamente especial; de un hada madrina que brilla ya como una estrella más.
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