Acceder a Casa Granero es adentrarse en el túnel del tiempo. Apenas se atisba el color de la pintura de la pared. Premios, recortes de prensa y centenares de fotos luchan por tener un hueco. Es la historia de toda una vida. El ... sueño que Vicente y Mónica emprendieron hace tres décadas y que aún sigue vivo como el primer día. Millones de recuerdos se agolpan en esta vieja casa que poco a poco se ha ido ampliando y reformando hasta convertirse en un restaurante con una clientela fiel y una cocina que ha sido premiada hasta en 160 ocasiones. Todo un récord.
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Él no lo sabía, pero cuando nació estaba destinado a dejar huella en el pueblo que le vio nacer. No empezó con muy buen pie. Con apenas siete años prendió fuego a la torre de Serra. «Allí guardaba mi padre la leña que se utilizaba en las estufas del colegio. Quise improvisar un pequeño horno, una chiquillada, y se me fue de las manos. Aquello comenzó a arder a gran velocidad y en nada todas las llamas salían entre las piedras. Comenzaron a sonar las campanas de aviso, llamaron a los bomberos y los vecinos se apresuraban a sacar muebles de las casas. Al final todo quedó en un susto», relata Granero.
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Víctor Vicente Navarro el es nombre que aparece en su DNI, pero ya nadie le llama así. El torero Manuel Granero Valls, que veraneaba en Serra, tiene buena culpa de ello. «Mi padre era muy amigo de él y siempre iban juntos, así que de ahí cogió el apodo de Granero la familia y todo el mundo que me conoce me llama así».
La saga Granero tenía varios negocios en el pueblo, pero el que más le marcó fue la pastelería. Ese carácter emprendedor lo lleva en la sangre y con sólo 13 años entró como aprendiz de camarero. Sin embargo, se dio cuenta de que lo suyo era estar dentro de una cocina. Un año más tarde, entró a trabajar en el restaurante La Loma de Náquera como aprendiz y de ahí, ya con 16, solicitó trabajo en el colegio Cervantes. «Me presenté y no sé qué pensaron, porque yo era muy joven y el puesto era de jefe de cocina. Al final me cogieron porque me imagino que no se presentó nadie», apunta.
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Pero él quería algo más. Entre sus planes no estaba el hacer menús a base de macarrones, lentejas o arroz para 200 niños. Así que hizo la maleta y se fue al hotel Bayren de la playa de Gandia. En el restaurante aprendió mucha cocina, pero sobre todo a elaborar la fideuà. Además, allí le abrieron los ojos a un mundo hasta ahora desconocido para él: los concursos de cocina.
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Dos años estuvo ahí aprendiendo como una esponja, aunque pronto la mili llamó a su puerta y se tuvo que ir hasta Córdoba, a la base de automovilismo, donde, asegura, guarda los mejores recuerdos de su vida. Ya empezó como jefe de cocina y lo primero que se encontró fue carne que llevaba décadas congelada. No le importó. Desplegó todo el bagaje que llevaba en su cabeza y a base de horas de cocción los miembros del cuartel se chuparon los dedos. Pero si ya con siete años se atisbaban sus fechorías, ahora en la mili siguió dando rienda suelta a su cabeza, aunque se había vuelto más sutil. «Cogía el colorante alimentario y pintaba la cara a los compañeros mientras dormían. También desmontaba la alcachofa de la ducha y la llenaba del mismo colorante para que cuando fueran a limpiarse el agua cayera amarilla», ríe con ganas.
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Finiquitada esta etapa, se incorporó al restaurante Rossinyol de Náquera, donde estuvo 13 años al mando de la cocina. Granero compaginaba su trabajo entre cazuelas con otra de sus pasiones: cantar. Participó en el grupo de teatro local y representó 'Jesucrito Superstar', donde encarnaba el papel principal. Allí conoció a Mónica, que hacía de María Magdalena y que se convertiría en su mujer.
Pronto comenzó Granero a poner en marcha su cabeza. Como bien dice su esposa, «no puede estar quieto». Decidieron abrir en una casa familiar de Serra un pequeño bar en el que sólo se servirían tapas por la tarde. Él compaginaba su trabajo en el Rossinyol con la elaboración de los platos que su mujer servía. La cosa se les fue de las manos. El local se llenaba y los clientes pedían más, así que acabó por dejar su empleo y centrarse en Casa Granero.
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Los premios siempre han estado muy presentes en su vida. Ya en el Rossinyol comenzó a probar fortuna. El inaugural fue el de la Fideuà de Gandia. «El primer año no gané nada, pero me sirvió para fijarme cómo era aquello. Al siguiente me llevé el segundo premio y al otro, el primero», explica con orgullo. En su etapa ya en Casa Granero, lejos de menguar, esta actividad se catapultó. Dénia, León, Puçol, Torrent, Xàtiva, Enguera, Llutxent, Llíria, L'alcudia, El Palmar, Bocairent o Alboraya fueron las poblaciones que ha ido visitando a lo largo de los años desde que empezara en 1983. Daba igual lo que hubiera que hacer: arroz a banda, con acelgas, caldoso, al horno, gazpacho manchego, postre con caqui, all i pebre, rossejat, puchero o platos de caza. «Nada se me resistía, si no me llevaba un primero siempre caía algo», indica.
Para él los concursos eran una adicción. Los necesitaba. «No sólo era por el afán de competir, sino que también me servía para conocer a mucha gente y, sobre todo, aprender nuevas formas de hacer las cosas», explica. En todos ha disfrutado, aunque el de Gandia siempre es su preferido. Allí fue donde comenzó y sólo ha faltado dos años, uno porque era a nivel local y el otro porque formó parte del jurado. En su trayectoria se ha llevado algún que otro susto, como en el del Rossejat de Torrent, donde se le partió la cazuela de barro a la hora de meterla en el horno. «La apreté fuerte por los extremos para no perder nada; después me ayudaron con algunos ingredientes que no se pudieron salvar y al final me llevé el primer premio», ríe. También alguna sorpresa, como la de León. Allí fue a presentarse a las cuatro categorías para cocinar truchas y las ganó todas. «Al día siguiente los medios locales me llamaban el Schumacher de la trucha», apunta.
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Precisamente, en uno de esos concursos conoció al cocinero del Restaurante Virrey de El Burgo de Osma y le habló de la matanza del cerdo que promovía en su pueblo. «Fui a visitarlo y quedé alucinado, así que al volver me propuse hacerlo en Serra». Tras los pertinentes permisos, en 1996 celebró las primeras jornadas, donde se premiaba a una personalidad, ya fuera del mundo de la gastronomía o la cultura. Granero no fue consciente de lo que había hecho. El evento cada vez congregaba a más gente y era una fecha que muchos tenían marcada en el calendario. Trabas y denuncias de por medio acabaron por deslucir el espíritu inicial, pero la fiesta se mantenía. «Comenzábamos por la mañana bien pronto y había veces que se nos hacía de noche», explica Granero, que espera recuperar pronto este pantagruélico festival si la pandemia lo permite.
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María José Carchano
Pero el sueño en Serra continúa. Ahora Granero está más delgado. Una trombosis pulmonar hace dos años y una peritonitis ahora lo han alejado un poco de la cocina. Pero nunca pierde su sempiterna sonrisa. Sabe que a su lado está Mónica Navarro, una mujer curtida en el campo y que igual sirve mesas, limpia los cristales del restaurante que se encarga de las facturas. Ahora, con su marido convaleciente, está metida en la cocina y saca adelante la amplia variedad de arroces y entrantes que atesora la carta. «Al próximo concurso irá ella y estoy seguro que lo ganará», explica orgulloso.
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Granero no sólo se ha llevado premios, sino que infinidad de instituciones le han rendido homenaje. Sin embargo, guarda un recuerdo especial de aquel 11 de diciembre de 2000. Ese día recibió de manos del alcalde el nombramiento de Hijo Predilecto de Serra. Nadie tuvo en cuenta al niño que a punto estuvo de convertir el pueblo en una gran hoguera, sino al hombre que llevó el nombre de esta localidad por toda España.
A dos años de la jubilación, Granero no piensa en ella. Ni siquiera se la plantea. Cuando la salud se lo permita, volverá a ponerse la chaquetilla, a elaborar esos caldos sabrosos hechos a base de horas y buenos ingredientes. El relevo no parece probable, ya que su hija, aunque le ayuda los fines de semana, ha hecho su vida en torno a la Psicología. Pero a él no le preocupa. Seguirá yendo cada día con su mujer al restaurante y espera morir como el torero del que lleva su nombre: en plena faena.
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