![El cocinero que transformó un garaje en un restaurante con estrella Michelin](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/03/31/HCD-resino-RwdyT19C15t6WjAXzX9ZoRJ-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
![El cocinero que transformó un garaje en un restaurante con estrella Michelin](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/03/31/HCD-resino-RwdyT19C15t6WjAXzX9ZoRJ-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Él no lo sabía, pero ya de pequeño estaba forjando lo que sería su cocina en un futuro. En el puerto de Benicarló, cuando las barcas llegaban de faenar, Raúl Resino las miraba de reojo mientras seguía a lo suyo: pescar con sus ... amigos durante las vacaciones, una pasión que lleva tatuada por todo su cuerpo y que ahora sigue cultivando de la mano de sus dos hijos. La suya es una historia de esfuerzo, de trabajo agotador sin mirar el reloj y con un único objetivo: aprender.
Y ya lo fue con 15 años, cuando le dijo a su padre que lo suyo no eran los libros, sino que quería trabajar en algo, pero no sabía en qué. Su progenitor pronto le marcó el camino: «No hay construcción por la crisis, así que no habrá faena de electricista o fontanero, pero comer hay que hacerlo todos los días, así que lo mejor es que seas cocinero, pero empieza por abajo fregando platos o pelando patatas hasta que aprendas el oficio», le soltó de golpe. Resino no se esperaba tremenda sentencia de su padre, sobre todo porque sus conocimientos en este sentido se circunscribían a mirar a su madre en la cocina desde un taburete que ésta le preparaba para que se estuviera quieto y no la liara en casa.
Lo suyo siempre ha sido buscarse la vida. Lo hizo cuando comenzó en un bar que estaba en la calle Ferraz de Madrid, donde tiraba de las recetas que salían en la revista Hola para poder sacar los platos adelante. No le fue nada mal, a tenor de los 200 menús diarios que sacaba él solo. Ahora, cuando echa la vista atrás, sonríe ante la paradoja de no haber recibido ni una clase de cocina y haber enseñado en el prestigioso Basque Culinary Center de San Sebastián o en algunas cadenas hoteleras como el Sheraton o el Hilton.
Pese a las interminables horas que se pasaba en la cocina, Resino pronto supo que su vida ya estaba encarrilada. Tanto que le dijo a su padre que quería ir a Benicarló a trabajar a algún restaurante, lo que le valió un rotundo no. Pero a Raúl eso no le amilanó y consiguió a escondidas un empleo. «Les comenté que trabajaría la Semana Santa gratis a cambio de que me vieran cómo lo hacía», explica. Los dueños del establecimiento pronto se dieron cuenta de su valía y quisieron hacerle un contrato, pero este cocinero, tras ver que en la despensa se amontonaba el Avecrem y el congelador estaba lleno de sepia, decide salir corriendo de allí. Su siguiente parada le llevó hasta Peñíscola, concretamente a un local donde verdaderamente comenzó a ver lo que era la gastronomía y el cuidado del producto.
Resino quería más y decidió que Madrid era la ciudad idónea para crecer, así que cogió 40 sobres, 40 sellos, 40 currículums y la guía Michelín para encontrar trabajo. No le costó mucho colocarse, pero allí se dio cuenta de que la maquinaria que se usaba en las cocinas era más propia de la NASA. «Pronto se percataron de que no tenía ni puta idea, pero era puro nervio y tenías muchas ganas de aprender», explica este madrileño de nacimiento, aunque ya convertido en un valenciano más. Su periplo le llevó por los restaurante más importantes, como el de Martín Berasategui, Zuberoa, Santi Santamaría, Carlo Cracco o el mismísimo Celler de Can Roca, donde aún recuerda los apuros que pasó para encender una sorbetera en la partida de postres.
Con todo lo aprendido a cuestas decidió parar y cocinar donde fuera feliz, así que regresó a Benicarló, su lugar de veraneo, donde carga sus pilas simplemente contemplando el mar. Allí, mientras trabajaba en un restaurante de la zona, un asiduo comensal le propuso ver un local que podría convertirse en un restaurante. La imaginación de este cliente era propia de ciencia ficción, porque el inmueble era un garaje situado en las afueras del pueblo y cerca de un tanatorio. Tenía todos los ingredientes para ser un completo fracaso, pero Resino se lanzó al final con la ayuda de este, que puso los 40.000 euros iniciales y se convirtió en su socio, aunque a los pocos años el cocinero le compró su parte. El dinero tampoco daba para mucho: una cocina de segunda mano y sillas de plástico de una cafetería, pero era suficiente, por lo menos para soñar.
La ilusión era enorme, tanto como el ímprobo trabajo que tuvo que hacer para levantar el restaurante: recibía al cliente, recogía las comandas, cocinaba y tiraba la basura. Fueron meses duros en los que incluso dormía en el pasillo del local para no perder tiempo y tener lista la 'mise in place' cada día. Y todo ello mientras veía que muy poca gente del pueblo entraba a comer. Pero a cabezón pocos le ganan y poco a poco las reservas fueron creciendo y la lista de espera engordando. Los premios pronto se sucedieron, como el de Mejor Cocinero del Año en 2016, aunque el mejor estaba por llegar. En noviembre de ese año recibió una invitación de la guía Michelín para que acudiera a la gala. Raúl no quiso hacerse ilusiones y por ello mintió en casa aduciendo un viaje de trabajo. Esa noche se entregaron 23 estrellas y a él le tocó la última, la cual sigue manteniendo hoy en día.
Y todo ello con una cocina muy particular, ya que no existe rastro de carne en su carta. Todo son pescados salvo la alcachofa, que cuando es la temporada tiene que asomarse en el menú si no quiere que lo saquen a gorrazos del pueblo. Resino prepara lo que ha visto desde niño mientras pescaba con sus amigos: galeras, pez araña, gatet de mar, lluliola, pagel, mabras cabut o caixetes. Cualquier cocinero utilizaría la inmensa mayoría para preparar caldos, pero Raúl ha querido dignificarlos y servirlos como ingrediente principal. No es extraño verlo enfundado en su peto a bordo de una embarcación de pesca trabajando como un marinero más. Allí aprovecha para conocer hasta el DNI de los peces, su hábitat, estacionalidad, alimentación o formas de capturarlo. Podría ridiculizar hasta el mismísimo Jacques Cousteau.
Con la pandemia le pasó lo mismo que a muchos cocineros y se dio cuenta de que lo verdaderamente importante no era pasarse horas y horas en la cocina, sino disfrutar de la familia. La suya son dos hijos que adora y por lo que ha decidido cerrar el restaurante dos días a la semana más algunas tardes. Se acabaron los festivos frente a las ollas y ahora dedica ese tiempo a sus pequeños y a su pareja, que ahora se ha sumado al equipo en la sala del restaurante.
Resino se considera un pescador en la cocina. Por eso sus platos hablan de productos humildes del mar. En sus recetas no se atisba estridencia alguna, sólo sabores limpios a los que se les aplican cocciones precisas hasta alcanzar la textura deseada. Nada de alharacas en la mesa, únicamente ingredientes con menos glamour pero tratados como langostas o lubinas.
Para este cocinero rebelde, que tiene más puntos de sutura en su cuerpo que un torero, el mar no es sólo su despensa. Hasta allí acuden como quien va al psicólogo para alejar los nubarrones de su mente, para buscar inspiración o, simplemente, recordar las risas que escuchaba de niño mientras pescaba con sus amigos.
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