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Toni Montoliu sostiene cacau del collaret, una de las joyas que cultiva en sus campos. Jesús Signes

El paellero más internacional es un agricultor de Meliana

A sus 70 años, Toni Montoliu sigue luchando para mantener viva la huerta de Valencia mientras su barraca se llena cada fin de semana de turistas de todo el mundo

Vicente Agudo

Valencia

Viernes, 3 de marzo 2023

La vida va de elegir. Escoger un camino determinado es lo que nos hace avanzar. Pero también va de soñar, de mantener viva una ilusión que nos haga seguir el ritmo sin desfallecer. Toni Montoliu añade una más: disfrutar con el trabajo. Y él lo ... exprime al máximo. Le faltan horas. De hecho, es más fácil concertar una visita privada con el mismísimo Papa Francisco que quedar para hablar con él. Si no está esparciendo estiércol por sus campos está esperando a que llegue el agua para regar. Al final aparece con su sempiterna boina incrustada en su cabeza y una chaqueta de esas que desafían el frío a las seis y media de la mañana, que es cuando salta de la cama. Pasan de las doce de la mañana y aún no ha comido nada, pero si hay algo que le gusta tanto como trabajar es hablar.

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La pandemia fue un mal sueño para él. Cuando contrajo el coronavirus llegó a perder 12 kilos en dos semanas. «Lo pasé muy mal. Cuando estás en esta situación te pones a reflexionar sobre qué has hecho con tu vida. En mi caso me di cuenta de que nunca he tenido un sábado o un domingo libre, así que decidí que, si salía de esta, iba a dejar a alguien al cargo de todo y yo venir de vez en cuando. Pero ya ves, con 70 años sigo aquí, no he encontrado a nadie que tire del carro», explica con resignación. Sus tres hijos tienen ya un proyecto de vida propio y parece que la barraca no entra en sus planes.

Su vida ha transitado entre campos y animales. Y todo ello desde bien temprano, porque a los 12 años tuvo que dejar la escuela para poder acompañar a su padre, enfermo de Parkinson, a la huerta. Se encargada de vigilar que no cayera a ninguna acequia y de pedir ayuda si la cosa se ponía fea. Ahí fue cuando comenzó a amar la tierra. Interminables jornadas al sol o bajo la lluvia no hacían desfallecer a este labrador de Meliana. Su camino ya estaba marcado. Sólo había que seguirlo. Con 18 años entró en la escuela de capataces para formarse todavía más en el mundo de la agricultura. De ahí ya pasó a trabajar a un centro de investigación que había en Almussafes, donde plantaban todo tipo de productos. Ya con 23 años, la vida comenzó a complicarse para él. Al cargo de 20 hanegadas de tierra, a las tres de la madrugada se levantaba para ir al mercado de abastos. Cuatro horas más tarde recogía los trastos para estar puntual a las ocho en su puesto de trabajo, donde permanecía hasta las tres de la tarde. Pero su jornada no acababa ahí, ya que después tocaba coger los aperos e irse al campo para trabajar la tierra y dejarlo todo preparado hasta volver a pegarse el madrugón al día siguiente. «Era un esfuerzo tremendo, pero me compensaba trabajar en lo que me apasionaba, porque muy pocas personas pueden decir lo mismo», explica este agricultor, cuya labora de ahora se difumina con la de cocinero y empresario.

Su vida volvería a dar un vuelco cuando el centro de investigación cerró sus puertas. Había que volver a elegir un camino y él echo a andar por otra de sus pasiones, los caballos. Empezó a enseñar a montar a niños y mayores por los caminos de la huerta. «Poco a poco la gente nos preguntaba si les podíamos hacer alguna paella y nosotros no veíamos el problema». La bola se fue haciendo más grande hasta que un día uno de los comensales era el director de la bolsa de valores de Valencia. Tras degustar una paella valenciana le preguntaron por qué no montaba un restaurante. La senda se bifurcaba de nuevo. «No quería un proyecto como los que ya había, sino algo novedoso que al mismo tiempo me permitiera difundir la importancia de la huerta y su historia», explica Montoliu mientras ordena a uno de sus trabajadores que vigile el riego de los campos.

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«Comencé a darle vueltas y al final presenté un plan no sólo para cocinar paellas, sino para que la gente que fuera al campo a recoger todo lo necesario para elaborarla y así conocer los productos de primera mano. Además, en la licencia que me dieron también se incluyó las visitas en carro por la huerta y un museo con todos los aperos que he ido coleccionando a lo largo de mi vida», explica ufano. La cosa pintaba bien, pero nada más lejos de la realidad. Como él bien dice, «al principio nos comíamos los mocos». Por allí pasaba muy poca gente, así que decidió unirse a Convention Bureau para que le llegaran turistas. Su sorpresa fue saber que allí a todos se les llenaba la boca con el turismo que visitaba Valencia, pero el desconocimiento por la huerta era mayúsculo. «Cuando les expliqué que éramos el jardín de Europa y las posibilidades que había me enviaron algún operador turístico, que quedó encantado. A partir de ahí el boca a boca hizo el resto», apunta.

Hoy en día, la barraca de Toni Montoliu se convierte en una torre de babel cada fin de semana. Todas las nacionalidades han pasado por allí: americanos, indios, ingleses, chinos y un largo etcétera. Y todos han ido al campo a recoger garrofó, cortar la bajoqueta o rallar el tomate. Se han puesto hasta arriba de auténtico cacau del collaret y han degustado una canónica paella valenciana hecha a leña. «Les hago sentir como en su casa y eso me llena de satisfacción. Algo debo hacer medianamente bien para que yo salga en 60 países representando Valencia, la huerta y la paella», indica.

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Durante todos estos años ha acumulado en su memoria centenares de historias, pero hay una que aún hoy le emociona. «Vino un día una mujer americana con sus dos hijos para decirme que su marido había aprendido a cocinar paellas a través del vídeo que colgué en Youtube y que ya tiene casi dos millones de visualizaciones. Me comentó que su esposo había fallecido de cáncer y que le prometió que si algún día visitaba a España tenía que ir a conocer a Montoliu. Estas son las cosas que justifican todo lo que hago», explica.

Toni Montoliu no fue buen estudiante, pero las cuatro clases de inglés que recibió cuando trabajaba las aprovechó al máximo para defenderse con los turistas. Sólo el alemán se le resiste, aunque lo compensa con gestos. El teléfono del restaurante echa humo y siempre tiene el cartel de completo con algunos meses de antelación. Ahora, mira hacia atrás y no maldice ni uno de los madrugones ni las largas jornadas extenuantes. Todas esas horas y horas le han llevado a donde está ahora, aunque sabe muy bien que el carro no se hubiera movido ni un milímetro sin el apoyo de su mujer. Juntos soñaron y juntos materializaron su locura: dar a conocer la huerta y su historia.

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Pero Montoliu vive en una quimera. La huerta va desapareciendo porque el agricultor no puede vivir de ella. Aquí ya tuerce el gesto y alza la voz. Se revuelve inquieto en su silla como queriendo emular la zozobra que los labradores experimentan ante la situación actual. «Aquí muchos sacan pecho de valencianía, pero a la hora de consumir siempre compran productos que han recorrido 10.000 kilómetros. En mi restaurante no hay nada que no salga de la Comunitat. Mientras esta filosofía no cambie, los agricultores se seguirán muriendo de hambre y toda la producción mundial quedará en manos de cuatro multinacionales que serán las que lo regularan todo», indica vehemente. Pese a todo, confía en que las nuevas generaciones reviertan el problema y los campos vuelvan a sembrarse.

Mientras sigue gritando que, pese a que la huerta languidece, está viva y hay que protegerla, continuará levantándose cada mañana a las seis y media para ir al campo a sentirse vivo. Porque él, antes que cocinero o empresario, se siente agricultor. Se pegará con el móvil del demonio, como él le llama, para atender todas las llamadas que le llegan a diario. Se subirá a su vetusto tractor para trabajar los campos y recogerá con mimo unas semillas que guarda como un tesoro. Podrá quedarse sin almuerzo por culpa del trabajo, pero lo que nunca perdona son esos diez minutos de siesta que se permite mientras su mujer se acaba de tomar el café. Ese momento no hay nadie que se lo pueda arrebatar.

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