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En su restaurante de la calle Visitación habita su vocación de cocinero. Una casa de comidas donde resuenan, entre paredes, las vivencias y las experiencias de un lugar anómalo. Un local donde los menús son únicos, donde quien cocina es también el camarero y donde todo es estrictamente contenido, tranquilo, casi sereno. Una caja de vida, con suelo hidráulico y techos altos, donde siempre te recibe la música y la sintonía preferida es la del sosiego. Como si quisiera ser una isla en el ruidoso desierto de los días. El lugar donde Joaquin Schmidt ve pasar la vida –la suya y la de los suyos– entre cazuelas desbordadas de nostalgias y mañanas, de viejas recetas y ganas de innovar, de la cocina de Auguste Escoffier y de los guiños ochentosos de Ferran Adrià. Espumas a golpe de sifón y canelones como los de mamá. Alubias del confit, un mazapán de chufa con el sello de su amigo Juan (el de 'El taller') y unas gotas de un moscatel de Pepe Mendoza, llamado 'Rare', como él. Raro como es este chef auténtico en su forma de ver la vida, peculiar en su manera de cocinarla y extremo a la hora de compartirla. Porque todo en la cocina, en el restaurante y, quizá, en la historia de Joaquín, tiene un relato peculiar que le da sentido. Un por qué. El vinilo que estará ante ti cuando te sientes en la mesa, la canción que sonará de fondo, el primer bocado que despertará tu paladar, el pan de Jesús Machí que te servirá, el aceite de Viver que te hará llorar… Los silencios entre platos. El reloj dormido, olvidado, mientras estés atado a su mantel. Todo acorde con la forma de ver los días de este viejo niño que lleva casi medio siglo en la cocina y que, pese a todo, continúa en la cresta de la alquimia. De la creatividad. Eso sí, en la cresta de su ola particular. De la ola de un mar culinario que nada tiene que ver con los océanos gastronómicos tomados por las estrellas y los restaurantes rimbombantes. Su Mediterráneo está lejos de circuitos mediáticos, de los rankings y las guías establecidas, de las modas en la cocina y los corsés que imponen los negocios. Porque Joaquín decidió en su día liberarse de todo ello –que también le asfixió en su momento– y ser un extraterrestre con delantal. Ser él quien decide los tiempos y el espacio, huir de las exigencias del mercado y convertirse en ese 'rara avis' que 31 años después de abrir su local en Valencia sigue activo. Vivo aunque en silencio. Cocinando, pero sólo para unos cuantos. Apasionado, pero sin estridencias. Como si el adolescente que fue siguiera habitando bajo su piel rugosa y su cabellera canosa. Un chef de viaje a la madurez que se rebela contra el paso del tiempo y sus navajazos.
Schmidt sigue defendiendo que el éxito de su restaurantes es no llenar; que lo suyo es tener un par de mesas una noche y no más; que los principios valen más que la cuenta de resultados; que la verdad es el mejor ingrediente de un plato. Y porque cree en eso, sigue cada miércoles cocinando guisos de toda la vida para el bar de su barrio (Garum); y sigue organizando, con quien fue antaño su jefe de sala (Javier Serrano), una 'Cena de los sentidos' al mes; y sigue apostando por recitar poesía cuando tiene un cliente especial, a través de su amigo y actor Domingo Chinchilla; y sigue comprándole 'pebrella', en el Mercado Central, a Abraham García –que fue el alma de Viridiana y padre gastronómico de Dabiz Muñoz–; y continúa saliendo a cenar por Valencia en busca de nuevas promesas de la cocina, para animarles a ser auténticos, para que no caigan en el artificio, para que intenten ver que el verdadero éxito será no dejar de ser feliz ante el fuego y el borboteo de las ollas.
Así es el chef de las camisetas negras y las normas quebradas. Incomprensible, para algunos; auténtico, sin titubear. Lleno de verdad –su verdad–, de humildad –de la real– y de cocina –muy personal–. Un chef sin retorno a quien Edith Piaf le susurra a diario «je vois la vie en rose...»
Logró el pasado martes el galardón especial de la III edición de los premios Historias Con Delantal. Una distinción con la que se quiso destacar su particular visión de la gastronomía, su enorme creatividad y, por encima de todo, su autenticidad. Esa que ha hecho que sea ese cocinero del que casi nadie habla, porque, incluso, muchos ni saben que su local sigue abierto. Quizá porque más que restaurante ya es una casa. Una casa de vida. La casa de su vida.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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