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Siempre que comienza un nuevo año todos tendemos a resetearnos. Pensamos que por el hecho de que haya cambiado un dígito las cosas ya no van a ser igual. La catársis ha llegado. Nos abalanzamos a los kioscos para comprar esos cursos de inglés por ... fascículos, nos reafirmaos en la utópica idea de que vamos a dejar de fumar y, ahí va la mejor, nos apuntamos al gimnasio porque estamos convencidos de que este año va a ser el año. Los 49 anteriores que te lo has propuesto y has desistido no cuentan.
Pero este 2024 voy a cerrar los ojos y soñar. Todos deseamos la paz mundial y que haya una cura para las enfermedades que más no azotan, pero yo no voy a ir tan lejos. Mis deseos tienen como objetivo pequeños cambios en la gastronomía. Pero no pienses en nada sesudo o espiritual; lo mío es más mundano y busca única y exclusivamente apaciguar mi TOC. Tonterías que harán mi vida más fácil y, de paso, mantendrán a raya mi salud física y mental.
Como no podía ser de otra forma comenzaremos por el arroz. Como buenos valencianos, somos capaces de lo mejor y de lo peor: de hacer unas paellas que despeinarían al mismísimo Donald Trump a otros engendros que sólo se empujan los guiris hasta arriba de cerveza. Y todo eso en la misma calle céntrica de Valencia. No pido mucho. Ponedle lo que queráis, pero, por favor, que los granos no parezcan perdigones y sufran mis empastes ni que esté pasado y listo para untar en una tostada. Tened también en cuenta a las almas que caminan solas y quitad de una vez lo de «mínimo dos personas». No sólo te dejan sin arroz, sino que encima te recuerdan que tu vida es triste y solitaria.
La moda es algo a lo que la gastronomía se sube con demasiada facilidad. No sé quién debería ser el primero en dar el primer paso y alzar la voz, pero lo de las croquetas se nos ha ido de las manos. Una vez que los cocineros nos han demostrado que las pueden hacer líquidas...¿podíamos volver a su esencia y dejarlas cremosas y llenas de tropezones? Mención aparte tienen las tartas de queso, que ya se están elaborando al límite del desparrame. He visto soldados transportando napalm con menos miedo que los camareros cada vez que tienen que llevar una tarta de queso a la mesa. Salen de cocina y no saben si llegará entera al comensal. Pura ansiedad.
El mundo de los camareros es otra dimensión en sí misma. Te puedes encontrar a aquellos que te atienden a la perfección sin que notes casi su presencia, pero hay otros que a los dos minutos piensan que sois íntimos y te cuenta hasta su operación de juanetes. Estoy convencido de que en este 2024 comensales y camareros encontremos un punto medio de entendimiento para que, además, acabe esa moda de contar una interminable historia para cada plato que se sirve, que lo único que se consigue es que se enfríe.
En este duro oficio de cocinero la profesionalidad es un grado. Existen muchos neófitos de la profesión que quieren comenzar la casa por el tejado y eso se traduce en desastres. Estamos hartos de ver aperturas de bares y restaurantes de pseudococineros con ínfulas que llenan las cartas de recetas modernas sin tener una buena base de la cocina tradicional. Es como ofrecer croquetas de rabo de toro sin saber hacer bien ese guiso. Y así todo. Después te cortan a trocitos un salchichón o un tomate y lo llaman tartar con la misma tranquilidad que les hace sentirse la reencarnación de Robuchon.
Los almuerzos tenían que estar presentes en esta lista de deseos. Una tradición tan arraigada en la Comunitat transmuta en una moda en algunos locales en los que se sirven descomunales bocadillos que desvirtúan la esencia de este ritual tan valenciano. Eso sí, quedan muy cuquis en Instagram. Como anhelo para este 2024 me encantaría que, de una vez por todas, el cacau del collaret que se sirve en todas las mesas se cultivara en los campos valencianos y no llegara de Estados Unidos; igual eso es mucho pedir. Pero donde no transijo ni un ápice es con la calidad del pan: básicamente es uno de los motivos principales por los que declino volver a un sitio a comer si es pésimo. Y ya no te cuento si tienen esas cajas de metal repletas de unas servilletas que ensucian mas que otra cosa y siempre acabas limpiándote con el mantel de papel.
¿Pensabas que me había olvidado de la carne madurada? Ni mucho menos. Cómo no, una moda más que se ha ido de madre. Al igual que todo en esta vida, para gustos colores; creo que una carne de 30 ó 40 días estaría bien, pero más de ahí es un postureo en toda regla. Tres meses, un año, tres….hasta siete. Sí, lo que lees. Ese es el tiempo que lleva un lomo de vaca esperando a que alguien le hinque el diente. ¿Cómo estará? La verdad es que ni lo sé ni me importa.
Mi último anhelo va también para esos restaurantes con unos menús degustación tan largos que cualquier día nos pedirán ir a comer a las nueve de la mañana para que nos dé tiempo a poder acabarlo. Ya hay voces que piden acortarlos e, incluso, que vuelva la carta para que puedan comer lo que les apetezca y no lo que les impongan. Sé que lo que pido es mucho y este año no me he portado especialmente bien, pero no lo hagáis por mí, sino por esa legión de gente que aún confía en poder comer una hamburguesa que les quepa en su boca y no en la de un Tiranosaurio Rex.
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