Almudena Ortuño
Domingo, 4 de junio 2023, 00:48
Hay un plato emblemático de Luis Valls, a partir de anguila y acelga, la primera envuelta en la segunda, que se cuece en barro. Al chef le gusta emplatarlo en sala, porque una vez horneado, se fractura el molde y se termina con una demiglás. Lo ha bautizado Cañas y Barro, en homenaje a la famosa obra de Blasco Ibáñez, y a la cultura valenciana en general. En estas aguas, las identitarias, navega el chef de El Poblet. A día de hoy, Valls no solo ha atrapado el territorio en el recetario, sino que se lo ha llevado a un lugar propio, donde es él quien sujeta el timón. La dificultad de rubricar una firma propia en un grupo gastronómico como el de Quique Dacosta, con un capitán tan reconocido, no le ha supuesto un escollo. Al contrario, le ha dado impulso para navegar más lejos.
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No siempre fue así, claro: Luis fondeó en el puerto antes de mirar al horizonte. En 2012, El Poblet llega a València para convertirse en la embajada de Dacosta en la capital. Por lógica, los primeros platos del restaurante son continuistas con el triestrellato y parten de elaboraciones insignia de Dénia. Pero muy poco a poco, el arroz ceniza va cediendo espacio a las nuevas ideas. Valls lidera la cocina a partir de 2014. «Empezamos con los platos de Quique, y la evolución fue progresiva. Sin un mensaje muy definido, me tuve que preguntar qué era aquello con lo que me sentía identificado», admite. Hizo lo coherente, que es volverse hacia la verdad: el productor y el producto. El profesional que nos ocupa construye sus platos desde los ingredientes y los busca en el territorio.
«Tampoco me obsesiono. Si tengo un espárrago muy bueno que viene de fuera, le doy una integración en el plato rodeándolo de otras cosas», asume, y sitúa la temporalidad por delante de la proximidad. Su fogón apunta, cada día más, hacia «un producto más noble» y aquello de «menos es más». La buena materia prima y la técnica depurada son sus señas de identidad. Así que perfecciona la elaboración de embutidos propios, ya sea longaniza de pato o blanquet de anguila, y deja que su amor por el mar empape todo, respetando las temporadas de pescados y afinando su aprovechamiento. Si aún subyace la influencia de Dacosta, que seguro que sí, porque fue su maestro, ha hecho de ella un el relato personal. «Quique fue el primero que me dio esa libertad», agradece.
Los últimos cinco años han sido los de mayor evolución, como chef y como director de equipos. «Ahora siento El Poblet como mi casa», prosigue. Además de Dacosta, que ha auspiciado su necesidad de desarrollo, ha contado con compañeros como Juanfran o Angelito, quienes le han aconsejado sobre infinidad de platos. Y por supuesto, destaca la colaboración de su segundo de cocina, que se llama Dani García Muñoz -«lo de los apellidos no es coña», ríe-. En el listado de agradecimientos, no olvida el papel de la sala, «a veces digo que es más importante que la cocina», y es que al cocinero le gusta habitarla siempre que puede. Sabe que cuenta con una de las mejores de la ciudad, a tenor del poderoso tridente que conforma con Ana Botella y Hernán Menno.
Uno de los recuerdos más felices para Luis Valls fue atrapar la segunda estrella Michelin para El Poblet en compañía de su padre, fallecido hace unos años. «A mí no me invitaron a la gala, supongo que para darle más misterio. No dejaba de llamar a Quique, y él me decía que no sabía nada. Aún así, decidimos reunirnos todos para brindar, nos la dieran o no, por el trabajo realizado. ¡Y al final fue que sí! Agradezco cómo sucedió todo, ya que pude celebrar algo tan importante en casa, junto con el equipo y toda la familia».
¿Por qué eres cocinero, Luis? Eso no nos lo has dicho. «En realidad, era mal estudiante, y me dieron dos opciones: militar o cocinero. Lo de la guerra no me apetecía», bromea. Así que empezó estudiando Sala en el CdT, pero la Cocina se impuso. De ahí, salto a las grandes casas de València, nada menos que Torrijos y Ca Sento, para espabilarse en la hostelería de Londres y regresar con la actitud adecuada. «Es lo más importante en este oficio, lo aprendes a la hora de formar equipos», insiste. Fichó por Vuelve Carolina casi de casualidad, con 21 años. Un año después, estaba en Dénia, y hasta hoy. Quien le iba a decir que la travesía sería tan duradera y podría pintar el nombre sobre el armazón.
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No echa de menos haber surcado otros mares profesionales. «Siempre vas a mirar lo que no has tenido, pero este ha sido mi camino, y estoy satisfecho con él. Tengo 35 años y estoy al frente de un restaurante con dos estrellas Michelin. Digamos que no me queda espinita», responde. Y a continuación, leva las anclas, en dirección a otro servicio.
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