Los Goya, el cine y la gastronomía: bufé libre

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Un paseo culnario por la historia de la cinematografía: del zapato de Charlot al menú favorito de Hannibal Lecter, pasando por los banquetes de El Padrino y el ataque de gula (y lujuria) de 'La gran comilona'

JOSÉ MANUEL LEÓN MELIÁ

Jueves, 3 de febrero 2022, 17:54

Entre los placeres confesables por cada cual, sea el origen que sea, e independiente de su posición en la vida, la comida, el comer, figura entre los más destacados. Bien como una necesidad rutinaria, el simple acto de ingerir alimentos para la supervivencia o, en su faceta más exquisita y distinguida. Esta última, una vertiente que mola mucho, satisface muchos egos y se vincula con la alta cocina, un rango al alcance de los privilegiados. En la primera categoría entramos todos pero los pucheros domésticos son cualificados dependiendo del estatus y la habilidad del cocinero/a casero. Y bascula entre lo básico y el esfuerzo de un poquito más. En la segunda, una división de pedigrí, se alcanzan cotas que oscilan entre lo verdaderamente maravilloso y la experimentación como laboratorio de pruebas. En este último escalafón las cotas de sofisticación y posmodernismo son palabras mayores y, apetecibles, pero no para todos los paladares y bolsillos. Entre medias, por supuesto, existen otras estratificaciones adecuadas a las exigencias de cada comensal. Un batiburrillo de jerarquías que se mueven desde un simple plato combinado, menú del día (recurso de muchos), hasta manjares preparados por casas de comidas y restaurantes de todo tipo y catalogación. El abanico es amplio y la acción más habitual es prosaica, un ámbito que seleccionan muchos ciudadanos. En el extremo, ahorrando peldaños intermedios, aparecen rastreadores, con gustos más o menos refinados, que saben apreciar la calidad de la preparación de los alimentos y se inclinan por conocer el toque o maestría de determinado jefe/a de cocina.

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El marco es muy amplio. Diría que inmenso. Y este pequeño prólogo viene a cuento que un poco de todo lo apuntado ha sido tratado en el cine. Por cierto, en las películas, se come mucho y los autores de los guiones suelen situar bastantes escenas alrededor de una comida o colocando el acto de comer en el epicentro del relato. Lo más normal es visionar a los personajes de ficción acometer tareas ritualistas respecto a la ingesta de alimentos pero también los hemos observado, en registros muy dramáticos, pasar hambre. La abundancia existe, neveras llenas, visita a los supermercados pero, el reverso, cuando se ha mostrado, ha reflejado con dureza, el lado oscuro de la sociedad. Incluso esta desafortunada situación ha tenido en la pantalla grande más imaginación y talento plástico que la mejor película sobre restauración.

Inolvidable en el recuerdo la autopersuasión de Charles Chaplin en la tragicomedia 'La quimera del oro' (1925), calentando en una olla su propia bota para luego comérsela calentita y apetecible. La imaginativa y divertida escena, una de las piezas maestras de Chaplin y, por extensión, de la historia del cine, incluso hoy en día, resulta inteligente, emotiva y universal. Su carga subliminal y poética es enorme y supera, salvando las distancias, a muchos largometrajes que ciñen su patrón argumental a los vaivenes y avatares que se establecen en la dialéctica comensal/restaurante/chef. En cualquier caso, anotar 'La quimera del oro' como la primera alusión referida a un tema como el culinario de estratosféricos márgenes me parece que es empezar con buen pie. Un bocado sin parangón como ese zapato, con sus cordones y clavos a modo de raspas de pescado, que nos dejó en la conciencia de espectadores un mensaje impagable: la falta de comida podía ser paliada con la voluntad y la fe en la supervivencia.

Desde los inicios del cinematógrafo los argumentistas de cine han incluido en sus libretos infinidad de secuencias rellenadas con abundantes líneas de acción sobre personajes revoloteando alrededor de un plato. Bien individual o colectivamente. El motivo puede ser cualquiera y las excusas inabarcables. Caben centenares de opciones. La manduca tiene su pizca de protagonismo en muchas historias. Las combinaciones son infinitas y sus variables muy extensas. Los espectadores han sido testigos de la ingesta de todo tipo de guisos y el foco de las costumbres culinarias se ha fijado en países que abarca los cinco continentes. No hay rincón del planeta que ignoremos sus tradiciones nutricionales.

La amalgama de propuestas audiovisuales ha conseguido familiarizarnos, por ejemplo, con la liturgia a la hora de comer de los asiáticos. La globalización del cine y la curiosidad del público ha permitido descubrir la pintoresca actividad de chinos, coreanos y japoneses. Sobre todo porque sus cinematografías tienen una dinámica de producción muy activa y hubo un tiempo que sus productos contaban con el beneplácito de los aficionados. Gracias al estreno de sus largometrajes se corrobora que un rasgo de su idiosincrasia gira en torno a los rituales de la comida. En sus películas detectamos una gran cantidad de planos en los que se ve a sus figuras engullir sus especialidades a un ritmo frenético y acompañado de un ruido de absorción sin recato que dice mucho de sus genes culturales que se han convertido en todo un género.

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La importancia de suculentos manjares y un servicio esmerado es sinónimo de poderío del anfitrión y respeto para los invitados. Los eventos, dependiendo del rango, oscilan entre la exuberancia y la humildad. Un acontecimiento icónico, como una boda, apuntalado con el mejor catering posible se convierte en una estampa social y criminal del punto de partida de 'El padrino (1972), de Francis Ford Coppola. El enlace matrimonial con el que se abre la película ocupa un metraje generoso porque no sólo se disfruta de los canapés y se brinda sino que en la sombra y paralelamente al convite se fraguan venganzas en el despacho de «el padrino», Vito Corleone (Marlon Brando), y se atienden otras cuestiones asesinas al son de la música y la alegría de los bailes. Más adelante, una cita alrededor de un plato de espaguetis se utiliza para descerrajarle a un tipo varios tiros en la cabeza. Es decir, y resumiendo, que la gastronomía, aunque sea un sencillo servicio a domicilio, conlleva imantada la inspiración de los escritores para desarrollar episodios heterogéneos visualmente expresados desde diferentes códigos y tratamientos.

Cualquier escaparate es digno de mencionarse en este buffet libre, incluso anotar que también los muertos devoran con fruición desde que el intrépido George A. Romero puso a funcionar su tropa de zombis hambrientos en la seminal 'La noche de los muertos vivientes' (1968). Una modalidad de querencia por la comida de estilo gore/cutre que socava el buen yantar, apuesta por la provocación y se desmarca de la apetitosa gestación de sabores y olores. Arrancar, masticar e ingerir carne humana irrumpe como elemento de fantasía y terror y destroza lo políticamente correcto. A propósito de esta despensa especializada en carne cruda es pertinente reseñar que su más distinguido comensal, de curtido paladar, no es otro que Hannibal Lecter, inquietante y sinuoso asesino en serie, personaje surgido de la imaginación del escritor y periodista norteamericano, Thomas Harris, y figura destacada en un puñado de thrillers de la mano del actor británico, Anthony Hopkins, que demostró ser un sibarita de la chicha humana que la fileteó con precisión y la echó al estómago sin preparación o al punto.

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La cadena alimentaria, como se puede degustar, es muy vasta y afín a todas las bocas. Aunque suponga un zarpazo emocional no quiero dejar de anotar otro largometraje, en este caso inspirado en hechos reales, como '¡Viven!' (1993), de Frank Marshall, en la que los supervivientes de un accidente aéreo acaecido en la cordillera de los Andes tuvieron que recurrir al canibalismo para calmar el apetito y, sobre todo, para sobrevivir. Por cierto, antes de esta sufrida versión tratada con tacto y sensibilidad a pesar del shock de su argumento, el ventajista director mejicano, René Cardona Jr., filmó aprisa y corriendo y en un tono sensacionalista y salvaje una grotesca aproximación al hecho en la infausta, 'Supervientes de los Andes' (1976), despreciando la dramaturgia de la tragedia y manoseando de manera gruesa en la antropofagia más infame y soez con el propósito de llamar la atención y escandalizar porsus gruesas imágenes.

Cambiando de tercio pero sin perder el atractivo que genera «el buen comer» es obligado traer aquí una de las propuestas atrevidas, cañeras y desopilantes que se recuerdan. Pese a quien le pese 'La gran comilona' (1973), de Marco Ferreri, con libreto del propio cineasta italiano y el riojano Rafael Azcona, es una gran película por su tono desafiante y provocador. Una pieza de ortodoxia rebelde, en línea con 'El ángel exterminador' (1962), de Luís Buñuel, que abre una brecha en la indagación formulada por Ferreri en aquellos años sobre la decadencia de la sociedad y el insoportable espanto de la condición humana. Para ello firma una esperpéntica sátira social en la que unos comen para vivir y otros viven para comer. Aquí el pecado de la gula es llevado hasta sus últimas consecuencias que, maridado con la lujuria, arrastra a los personajes a empapuzarse de viandas hasta reventar compaginado con sexo obsceno y decididos a suicidarse en una orgía en la que se dan cita los placeres más ancestrales.

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Sin perder de vista esta línea extravagante, Los Monthy Pynton, en su desbordante e ingeniosa, 'El sentido de la vida' (1983), de Terry Jones y Terry Gilliam, no dejaban títere con cabeza y alumbraban, en una estructura episódica, un hilarante y grotesco sketch alegórico sobre un individuo que zampa sin decoro y límite. Sin duda, una escena violenta y agresiva, por exceso, que culmina con un estallido bárbaro del cuerpo humano de muy difícil olvido.

El género culinario se ha engrandecido exponencialmente en los últimos tiempos. El ritmo de muestras no decae y su coyuntura alcanza también al apartado documental donde el cine de no ficción se hace eco de las hazañas exitosas en los fogones de reputados cocineros. Héroes modernos al frente de restaurantes de máxima calidad consolidados gracias al prestigio de sus aportaciones a la nueva cocina y a los méritos de ver reconocido su vanguardia en la preparación de los platos gracias a las conquistadas estrellas Michelín. Uno ejemplo es, 'Las huellas de elBulli' (2021), para la plataforma Movistar. La impronta de la gastronomía en el área audiovisual cuyo auge es imparable y ha venido para quedarse se refrenda en su presencia en secciones de los más célebres festivales de cine.

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Es el caso del certamen internacional de cine de San Sebastián que acoge el apartado, Culinary Zinema, una división que presenta las últimas producciones de ficción o documental cuyo tema principal gira en torno a las muchos maridajes de los ingredientes. La presencia de la gastronomía, como digo, es incesante y en las últimas semanas se ha podido ver en plataformas como Filmin o en la cartelera comercial dos títulos de reciente cuño que confirman el buen momento que disfruta este subgénero. Una de ellas, 'Boiling point' (2021), de Philip Barrantini, refleja con inusitada pasión y en un elaborado plano secuencia todas las situaciones que pueden coincidir en un restaurante de cierta cotización de Londres durante el fragor de una noche. La acción transcurre en un agitado día de Navidad y la historia cuenta desde los dos frentes en liza, la parte trabajadora y la clientela, una abanico de avatares y peripecias que pretende ser una mirada caleidoscópica a los entresijos que se mueven en una excitada jornada de trabajo. 'Hierve', como se ha bautizado para su pase en España, es un drama casi extenuante que aborda un sin fin de conflictos de todo tipo, desde las condiciones de trabajo y los ínfimos salarios hasta la estupidez ufana de algunos engreídos clientes. No faltan tensiones entre los currantes, sobre todo, en su chef, Andy Jones (Stephen Graham), metido en problemas, descuidos con los ingredientes en la preparación de platos para alérgicos y la presencia rutilante de una exigente crítica gastronómica que se presenta en el local sin previo aviso. En pocas palabras, tiene de todo.

En el otro extremo se coloca un título más fácil de degustar, 'Délicieux' (2021), de Éric Besnard, cuya premisa, que funciona a nivel novelesco de manera infalible, se detiene en el nacimiento de las posadas de camino que se transforman en restaurantes como un servicio a los viajeros. Resulta que en Francia, en paralelo a la libertad, igualdad y fraternidad que trajo la revolución de 1789 también llegaron los restaurantes entendidos como un lugar en el que se democratizaba el acto de comer, con sus mesas con manteles, sus menús económicos y una gastronomía capaz de conquistar a sus visitantes a través de los cinco sentidos. Y no estamos hablando de la 'nouvelle cousine', si no de aprovechar los productos de proximidad para crear manjares abundantes y apetecibles. Esto viene a explicar Besnard, con elegancia, en un texto dosificado sin fisuras y la eficacia como mantra. Delicioso es un drama parsimonioso, preparado a cocción lenta en el que importa poco si el relato es real o inventado. Tanto el drama como el romance o la crítica social va creciendo con las pautas bien marcadas en una película de un envoltorio notorio. Escenografía, fotografía y vestuario brillan al lado de interpretaciones empáticas que le aportan un hervor culinario de notable calado.

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Un consejo para acabar: ver la película con el estómago vacío puede ser contraproducente ante la brillantez y exquisitez de los platos preparados con pasión y deleite por su cocinero, Pierre Manceron (Grégory Gadebois), sin duda un artista cuya técnica consiste en el gesto, el gusto, el fuego y las herramientas. Por si fuese poco el atractivo de las viandas, el relato se sitúa temporalmente en la víspera del 14 de julio y lo que significó para la plebe, como Manceron y su equipo, y la defenestración de la nobleza, que muchos perdieron la cabeza y, por lo tanto, el apetito.

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