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Sí, los caracoles en la paella valenciana fueron muy comunes desde el mismo origen del plato y por simple economía proteica de todo lo que hubiera a mano para echarse al coleto. Tras esta verdad suprema en la que el caracol era la guinda de una paella sublime llegaron las paellas remilgadas, aquellas en la que el comensal desnortado había perdido su memoria nutricia ancestral y llegaba a rechazar conejos, torcaces y caracoles, ingredientes habituales de las paellas en tierras valencianas. Otros, empecinados en reconocerse como especie triunfadora en la evolución de la vida en la Tierra gracias a la extraordinaria capacidad de adaptación humana, reniegan de la cultura identitaria woke (en el capítulo de comerse a cualquier otro ser vivo que se mueva) y prefieren vivir con satisfacción gastronómica sus costumbres ancestrales: caragolaes, conejo espatarrat a la brasa, frito al ajillo, gazapos escabechados, caragols a la llauna (copia catalana de la original y sublime francesa de escargots à la bourguignonne), el contundente arroz con conejo y caracoles de manchegos, murcianicos y alicantinos y por supuesto la paella valenciana de soca i arrel. Los caracoles, y especialmente en su variedad vaquetes o vaquetas, han sido comúnmente utilizados en las paellas. Siempre se ha permitido la entrada a otras etnias de caracoles, moros, cristianos, incluso xonetes de buen porte. Estos se solían cazar en días lluviosos e iban a parar a una jaula caracolera donde se los alimentaba con algunas hierbas aromáticas a modo de purga hasta que llegaba el momento de dejarlos a la espera del día de su cocinado. Engañados y bien lavados quedaban listos para su degustación. Su aporte aromático y sápido en los platos de arroz es incuestionable, como en el caldoso arroz con acelgas o en las mismas paellas de arroces secos. El caracol es un ingrediente que añade sabor y textura al plato, ya que al cocinarse junto al resto de ingredientes le proporcionan su toque distintivo.
Hombres y caracoles
Al igual que muchos de los países ribereños del Mediterráneo, el caracol siempre ha ocupado un capítulo importante en la gastronomía peninsular. Un molusco sabroso y aromático que gusta del agua pero en tierra firme. Y es que la consideración del caracol como animal comestible era tan importante como la de cualquier otro molusco, como así demuestran los restos fósiles hallados en las cavernas donde primitivamente el hombre buscaba refugio.
Los romanos fueron un paso más allá y se convirtieron en criadores, fueron ellos los primeros en desarrollar explotaciones cerradas donde criar caracoles. La coclearia, o lugar donde se practicaba la técnicamente conocida como helicicultura, fue llevada a cabo por un tal Fulvius Hirpinus establecido en Tarquemia, una ciudad no muy lejos de Roma. Allí, a mediados del siglo primero, se preparaban los mejores caracoles para las mesas más privilegiadas, su alimento, un pienso a base de buen salvado de cereales regado con vino. Aquellas granjas de aquellos romanos tan civilizados, incluso realizaban mejoras en las especies de caracoles cultivados, seleccionando los mejores de ellos para la reproducción. También en Pompeya, aquella ciudad romana en la que tanta información se ha conservado gracias a la dramática erupción del vecino volcán Vesubio, sus cenizas la cubrieron en su totalidad junto a Herculano, nos reporta noticias de las cloquearias allí establecidas y del consumo frecuente de caracoles de sus habitantes. Plinio, también coetáneo y espectador de aquella catástrofe, nos ilustra del recetario caracolero, moluscos que en buena medida ya se utilizaban como entretenimiento y aperitivo. Probablemente, fueran legiones romanas las responsables de dar a conocer el consumo del molusco por toda Europa. El emperador Tiberio recogió en un manual gastronómico detalles de su recetario y preparación y sus legionarios se las apañaban para acarrear con los moluscos en sus incursiones, incluso ya cocinados y preservados.
También el caracol participó de la salsa más famosa de la época, el garum. Este se preparaba en la ciudad de Cádiz (Gades), y así lo que afirman los investigadores de la Universidad de Cádiz tras concienzudas pruebas sobre los restos de ánforas de garum halladas en un pecio romano frente a las costas gaditanas.
Los siglos del cristianismo se afianzan al tiempo que lo hace el resbaladizo caracol en las mesas hispanas. La costumbre religiosa de la cuaresma permite que los caracoles se conviertan en una carne óptima para la abstinencia y las diversas recetas no hacen sino multiplicarse. El caracol llega a convertirse en un habitual de la dieta conventual y posiblemente por esta razón el franciscano aragonés Juan Altamiras nos hablara muy bien de el en su tratado de cocina escrito en el siglo XVIII.
Nobleza y monarquía se unen en el morder y sorber del arte de comer caracoles, su ingesta por parte del pueblo llano no decae con el transcurrir de los siglos pero fue el despegue y refinamiento de la cocina francesa el que aupó definitivamente al caracol a la categoría de bocado exquisito.
Devotos del caracol
Francia es hoy en día el primer consumidor de caracoles del mundo ya que devoran de uno a dos kilos por persona y año. Los españoles, los belgas y los italianos, también los del recoleto Gran Ducado de Luxemburgo, les siguen a la zaga. En España, el caracol mantiene su arraigo en las costumbres y tradiciones, y lo demuestran los datos, ya que más o menos comenzamos el tercer milenio consumiendo más de 14.000 toneladas. Y como ni todos se recolectan ni se crían aquí, no queda otro remedio que importarlos. Celtiberia es el segundo importador de caracoles tras la Galia que necesita importar la mitad de lo que consume.
La cocina del caracol pasa de ser un preparado habitual a cobrar especial protagonismo en numerosas celebraciones populares y religiosas. Los riojanos degustan en su capital una Sopa de Caracoles a la Riojana el día de San Juan, algunos aragoneses y sobre todo los oscenses asan los caracoles con ajo y aceite el día de San Jorge, en Álava conmemoran la festividad de San Prudencio con la elaboración de uno de sus platos más peculiares, que consiste en introducir una pequeña seta dentro de cada caracol, los mallorquines cocinan caracoles con pollo por las Cruces de Mayo y los de Lérida celebran una magna fiesta del caracol, en la que hasta llevan a cabo inopinadas carreras de caracoles. En esta fiesta gastronómica de Lérida, declarada Fiesta de Interés Turístico Nacional, se llegan a consumir más de 100 toneladas de caracol.
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