Si alguna vez van por algún pueblecito, tanto de España como de Europa, y se topan en la plaza con dos individuos de pinta sospechosa comiendo barras de pan a secas y comentando los matices como si de un Vega Sicilia se tratara no echen ... a correr. Son totalmente inofensivos. Si se acerca un poco a ellos (tranquilos, ni les mirarán, estarán a lo suyo) escucharán expresiones como: «Aquí han mezclado varias harinas», «tiene muy poca fermentación» o «la corteza cruje muy bien y el sabor es intenso». Abra Google en el móvil, ponga Jesús Machi y dele a imágenes. Seguro que la persona que aparece en su pantalla es una de las dos que hay allí sentadas. Así es este panadero ávido de conocimientos que recorre los obradores tradicionales de toda Europa para enriquecer su pan. Un trotamundos que pone rumbo allá donde pueda aprender algo que le haga mejorar, que le espolee su creatividad.
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Con tan sólo siete años ya se quedó maravillado del ritual de hacer pan. Buena culpa de ello la tiene su abuela. Él era el nieto privilegiado, el único al que permitía formar parte de esa alquimia. «Me maravillaba ver lo que salía del horno con sólo mezclar harina, agua, levadura y sal», explica Jesús Machi, que aún se queda embobado cada vez que pasa por delante de una panadería, como cuando tenía 12 años. Justo fue a esa edad cuando puso los pies en un horno que había en la Gran Vía Fernando el Católico, cuyos propietarios eran muy amigos de su madre. Allí aprovechaba las vacaciones navideñas del cole para aprender. El problema es que a él lo metían en la parte de pastelería, pero en cuanto podía se escapaba a ver cómo amasaban y cocían el pan.
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Todo en Machi ha sido precoz, incluso lo de tener novia. Con tan sólo 15 años conoció a Ana Sáez y ya nunca se ha separado de ella. Antes de meterse en harina, estudió dos años electricidad porque en las panaderías no había trabajo, pero decidió que ese no era su futuro, que lo suyo era amasar en lugar de estar pelando y empalmando cables. Así fue como no sólo metió los dos pies en un horno, sino que entró por completo. Y no lo hizo en uno cualquiera, sino en el del padre de la que sería su futura mujer. Valentía ante todo.
Su suegro fue un maestro. De él aprendió la importancia del amasado, pero, sobre todo, fue un gran apoyo, al que siempre recurría cuando no sabía qué camino coger. Y ese dilema se le presentó en 2007. La crisis apretaba con fuerza y el modelo de negocio en la panadería era inviable. Viajó y se metió en los obradores de cuantos hornos pudo para aprenderlo todo sobre nuevos procesos de producción. Así fue como la masa madre entró en su vida. Pero los clientes no se lo iban a poner fácil. Acostumbrados a panes sin apenas sabor, colocarles delante otros con aromas profundos no agradó, así que tiró de ingenio y se puso a divulgar a todos las bondades del fermento natural. El resultado no ha podido ser más satisfactorio: su pan se vende en cinco puntos distintos de la ciudad.
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Llegar hasta ahí le ha llevado miles de horas de trabajo y una cantidad de cafés que convertiría en hipertenso al propio Dalai Lama. En esta aventura nunca ha estado solo. Su mujer, siempre a su lado, se ha convertido en una pieza clave en su evolución. Ella es su mayor crítica y no se calla cuando algo está mal, sobre todo porque es la que da la cara delante del cliente en la tienda. «Somos un equipo, no perfecto porque la perfección no existe, pero muy unido e importante; sólo con mirarnos sabemos qué nos pasa», explica el panadero.
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Su vida se ha amasado a base de horas en el obrador, un tiempo que le ha arrebatado a su familia y a sus amigos. De hecho, siempre ha tenido una espinita clavada con su hija por no haber podido acompañarla a jugar al parque, algo que ha intentado subsanar con su hijo. Pese a todo, en casa son una piña. «La unión familiar es una fuerza que te saca de todo», apunta. Cuando las cosas se le han puesto cuesta arriba ha tirado de los suyos para enderezar la situación. Siempre ha sido así y sus hijos ya han interiorizado este preciado valor.
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El emporio que ha creado bien podría acomodarle en su zona de confort, pero Machi huye de una comodidad que le impida aprender. No podría vivir sin una continua formación que le lleve a mejorar cada día. Por eso, en cuanto se entera de la apertura de un horno en cualquier punto de España que vale la pena conocer coge el coche y se planta allí para probar su pan.
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Tantas horas de trabajo necesitan una válvula de escape para no explotar. La suya la tiene muy clara: una BMW de trail. Todos los sábados, cuando acaba en el obrador sobre las diez menos cuarto, se enfunda la chaqueta, los guantes y el casco y enciende su moto para ir con sus amigos a almorzar a algún pueblo del interior. No hace falta correr, sólo disfrutar del camino y de alguna curva.
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A lo largo de su vida siempre ha hecho lo que ha querido, por eso nunca ha querido influenciar en el futuro de sus hijos. «Les apoyaré en lo que ellos quieran ser», dice. Su hija mayor ha estudiado Farmacia y ahora emprendía la carrera de Medicina, pero el menor ya le ha dicho que quiere ser panadero. Mientras espera a que el horno de San Bartolomé tenga un futuro relevo, Jesús Machi seguirá levantándose a las cinco y media de la mañana para ir al obrador, que está a cien metros de su casa. Y cuando esté a punto de entrar mirará de reojo su Honda Shadow, la moto que está aparcada en la puerta desde hace años y que ya es una más de la familia; esa familia que empuja con la misma fuerza que la masa madre, el corazón de sus panes.
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