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En los primeros instantes del servicio, cuando todavía no ha llegado el plato -o tal vez sí, pero la función acaba de comenzar- hay un ... elemento capaz de revelar el desenlace. Al posar la mano sobre el pan, sabremos si hay mimo en el restaurante. Cuando acariciemos la corteza y se produzca un crujido; cuando rompamos la superficie, y la miga luzca esponjosa; cuando la temperatura sea templada y el aroma, intenso; estaremos ante una casa que cuida, no ya los detalles, sino lo fundamental. Porque el pan es un alimento indispensable sobre la mesa mediterránea, e incluso en la decisión de prescindir de él hay un mensaje significativo. Atrás quedaron los días en los que no se atendía a su sabor. Un buen pan sabe a pan; aquí no hay discusión.
Algunos cocineros optan por elaborar sus masas, con el consecuente esmero, sobre todo en el ámbito de la alta cocina. La mayoría, eso sí, cuenta con un proveedor de confianza, que a veces le permite personalizar sus productos. Pocos son ya los que no invierten tiempo en elegir el pan que sirven. Tan importante se ha tornado que, en 2024, el congreso gastronómico Madrid Fusión Alimentos de España inauguró el galardón al Mejor Pan de Restaurante. En su primera edición fue concedido a LÚ Cocina y Alma, de Jerez de la Frontera (Cádiz), y Hermanos Torres, en Barcelona. Un año más tarde, llegó el turno del Cenador de Amòs, en Cantabria, donde disponen de su propio obrador. Y este año, John Barrita, en Mercado de San Miguel (Madrid), con un enfoque particular sobre las fermentaciones largas y las harinas ecológicas.
Cree Juanjo Rausell, quinta generación familiar en La Tahona del Abuelo, además de presidente del Gremio de Panaderos y Pasteleros de Valencia, que la hostelería ha empezado a tomárselo «muy en serio». Si hace años sólo se valoraba el precio y la rapidez, la distribución se ha formalizado. «Éramos el patito feo, cobraba antes el de la Coca-Cola que el panadero. Por suerte, esto se ha reconducido hacia un respeto mutuo», valora. Entre sus clientes, únicamente un 11% de hostelería, porque elige muy bien quién y cómo. «Queremos gente que apueste por el pan artesano, saludable, de masa madre y sin aditivos. Pero ante todo, que lo trate de maravilla, conforme a nuestras indicaciones: manteniendo el 90% de precocción y el punto final por su parte», añade. Defiende la figura del panier, con dos o tres variedades distintas, pero digeribles: «Este ha sido siempre el miedo de la hostelería, que el pan hinche«.
Opina parecido Jesús Machí, al frente del Horno de San Bartolomé, cuya presencia es habitual en los menús Michelin. Porque aquí viene otro gran avance en lo referente al servicio de pan: que aparezca el nombre del proveedor en las cartas. «La hostelería que yo conozco le está dando un tratamiento genial», declara. Y no son pocos a los que se refiere, pues posiblemente haya trabajado con los mejores de Valencia. «Sobre todo en este segmento de la restauración, te piden panes especiales, y cada vez más. Pongo como ejemplo a Fierro (1*), en Valencia, donde hay un plato que es un pan, o un pan que es un plato», comenta, no sin orgullo. «Considero que esta decisión es buena para ambos. Los hosteleros aumentan la calidad de su producto y a nosotros, los panaderos, nos pone en valor como proveedores y como artesanos», reflexiona.
Si bien Ricard Camarena trabajó junto a Jesús Machí durante varios años, en las últimas temporadas ha apostado por elaborar su propio pan. El restaurante valenciano bajo su batuta, con dos Estrellas Michelin, quiere afinar al máximo las notas de la sinfonía. Es por ello que, desde hace un año, prepara un pan muy especial, donde se combinan dos masas: una masa madre de harina integral y otra masa hojaldrada, con fermentación independiente. El resultado es un pan híbrido y bastante adictivo, que se elabora a diario y se sirve recién horneado. «Lo decidimos así, porque siempre pedíamos muchas pruebas, y pensamos que era mejor desarrollar una fórmula propia», explican. El servicio también es particular, en la medida que se le dota de un ritual: servir únicamente junto al plato de tomate y mantequilla, pero siempre hacerlo llegar antes, para presentarlo como toca y con las explicaciones pertinentes. «A partir de ahí, ya no se ofrece más pan durante la comida, porque es demasiado goloso. Pero son hogazas que te pueden comprar al finalizar la comida», aclaran.
María José Martínez, al frente de Lienzo (Valencia, 1*), ha recorrido un camino similar. Emplea pan de Machí, que llega a media cocción, para calentar justo antes el servicio. Lo sirve cuando acaban los snacks, junto al aceite, y deja que acompañe al menú degustación hasta la carne, sin que repetir modifique el precio. «Para nosotros era algo importante, ya que somos muy paneros», ríe. Sin embargo, cuenta con un formato especial de desarrollo propio que sirve en un momento concreto: un brioche de masa madre, con polen fresco, en consonancia con su relato en torno a la miel. «Las levaduras del propio polen fomentan la fermentación y le proporcionan un bonito color amarillo. También se acompaña de una mantequilla de polen y se sirve junto al plato de la ostra con miel de girasol La textura de la ostra cambia por su grasa, ya que la miel es higroscópica y absorbe la humedad», explica su creadora.
«Mi panadero se llama Carlos Morente, y es de aquí, del pueblo», comienza Raúl Resino, del restaurante homónimo en Benicarló (Castellón), distinguido con una Estrella Michelin. Únicamente trabaja dos formatos de pan. «No me gusta tener mucha variedad, ya que nuestra cocina es muy concreta, centrada en pescado y marisco. El pan tiene que ayudar, pero nunca disfrazar ni mezclar los sabores», nos explica. Tras muchas pruebas y bastantes descartes -«la semana pasada, Carlos hizo un pan ahumado brutal, pero no me encajaba en mi cocina»-, permanece fiel a sus básicos. Por un lado, el pan de masa madre con harinas ecológicas del Pirineo, cortado en bollos redondos. Y por otro, el pan de algas y agua de mar, que por exótico, suele ser el más solicitado. «Siempre damos a elegir al comenzar, antes de los aperitivos. Es un bocado muy importante, el primero que el comensal prueba del restaurante. Y siempre vamos frenando el reponerlo, porque el menú es largo», añade.
También en Castellón, pero en el municipio de Alcossebre, se encuentra Atalaya (1*), la casa de Alejandra Herrador y Emanuel Carluci. Aquí trabajan con Brød Obrador, el negocio de Sergio Sapro, quien apuesta por la utilización de harinas ecológicas molidas a la piedra. «Además del pan clásico, también tiene otros con productos de temporada y propios de la zona, como el de calabaza, tomate de penjar, algarroba y naranja o frutos secos», cuentan. Semanalmente, se van dejando guiar por su criterio. Sin embargo, siempre mantienen el ritual de cocer poco las hogazas, lo cual permite conservarlas en cámara, sacarlas horas antes del servicio y acabar de hornear al momento, para que lleguen calientes al servicio. «Se sirve justo después del Ximo, el último snack, que se degusta en la barra de la cocina. Durante el tiempo que los comensales abandonan la mesa, el equipo de sala recoge platos y dispone aceiteras y cubiertos de pan. Así todo está listo cuando ellos regresan», explican.
En la Comunitat, otro de los proveedores habituales es Artespiga, obrador artesano, que presume de materias primas 100% ecológicas y de no emplear ningún aditivo. Con ellos trabaja Susi Díaz, chef de La Finca (1*), en Elche (Alicante). Sirve su pan recién horneado, aliñado con hierbas de su propio huerto. También Vicky Sevilla,en Sagunto (Valencia), confía en esta firma. «En Arrels (1*) damos la opción de tomar pan o no. Y si es que sí, servimos una hogaza de unos 200-250 gramos, que normalmente es para dos», aclara. Llega caliente a la mesa, para que la costra esté perfecta, y se ofrece acompañarlo con AOVE Radix Nosra o mantequilla Airas Moniz. «Como anécdota, hay clientes que antes de empezar ya están diciéndote que se van a llevar un par de hogazas a casa», admite la chef, quien también da esa opción a los comensales, como muestra de un amor compartido hacia las masas.
En El Poblet, el otro dos Estrellas Michelin de la ciudad de Valencia, dirigido por el chef Luis Valls, también escogen la pataqueta y la coca d' oli de Artespiga, que como es habitual, se acaban de hornear en el restaurante. Sin embargo, la rosquilleta de llavoretes las elaboran en Paco Roig, otro clásico del oficio. Todos ellos se sirven junto a los embutidos artesanales y con AOVE Lágrima de la cooperativa de Viver.
Hasta ahora, hemos recorrido las grandes casas Michelin de la Comunitat; vamos con los jóvenes que no quedan lejos del distintivo. Edu Espejo y Manu Yarza comparten amistad y proveedor. Hablamos de Machí, en quien confían, no solo por proximidad, sino por calidad y personalización. «La variedad que trabajamos en Flama es una focaccia de 3 kilos, que nos sirve todas las mañanas. La elegimos porque absorbe bastante aceite y creo que somos un restaurante muy de mojar con pan», cuenta Espejo. Yarza prefiere el pan de masa madre, con bastante fermentación, acidez y costra gordita. «Esto nos gusta, porque permite mayor tiempo de cocción». También tiene una coca de aceite aireada, pero solo para acompañar algunos platos. «El pan es algo vivo para nosotros. Gastamos unos seis por servicio, pero compramos más si hace falta, porque nos gusta que la cocción sea lo más próxima al servicio», explica.
Por cerrar el círculo, Ampar Nácher, del restaurante Xaruga, nos devuelve al principio de este artículo. Su establecimiento, situado en el barrio del Cabanyal, es una de las novedades más interesantes de la temporada y trabaja con el pan de La Tahona del Abuelo. No solo por hacer bandera de barrio, pues la familia Rausell empezó teniendo sucursal aquí, sino por la predilección que siente hacia su pan gallego. «Es una hogaza elaborada con varias harinas: trigo, centeno, un poco de malta y masa madre. Lo compramos a diario, todas las mañanas vamos a por él. A mediodía solo es cortarlo, y por la noche, lo regeneramos varios minutos al horno con un poco de humedad», narra. Además, no cobra el servicio por separado, sino que lo asume en coste, «al igual que en los antiguos gastronómicos». No hay cocinero que no tenga su truco, ni voz en este artículo que descuide el proceso. El pan tiene largo pasado, pero sobre todo, futuro garantizado, a cuenta del relevo generacional.
Y a cuenta, claro, de la memoria que todos albergamos. De recordar esos pellizcos furtivos cuando nuestros padres acababan de comprar una barra, o del placer de la miga cálida frente a un plato de cuchara. Cuidar el pan no solo no es un detalle que eleva al restaurante, sino un acto de amor por la mesa y los comensales. Porque no hay alimento más sempiterno, pero tampoco más seductor, que el buen pan.
El mundo se divide entre aquellos que comen con pan y los que no. Literalmente, pues no en todos los países se suele complementar la comida con este alimento, si bien en todos existe. Ya sea en forma de pita, de tortilla mexicana o de naan indio. Atendiendo a la historia del alimento, su elaboración viene de muy lejos.: se creía que la humanidad elaboraba pan desde el 8.000 aC, hasta que un grupo de arqueólogas españolas vino a encontrar migas calcinadas del 14.400 aC , cuestionando todo lo que creíamos saber sobre la agricultura. Sea como fuere, ha sido protagonista indiscutible de nuestra dieta. Incluso de platos, como el bocadillo, el sándwich o la pizza, sin obviar su alianza con los platos de cuchara. Incluso ahora, cuando muchos reniegan de los hidratos, o incluso se conocen enfermedades que impiden su consumo, el pan resiste.
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