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Por querer ser una estrella, me olvidé de brillar
BARRA LIBRE ·
RAKEL CERNICHARO
Jueves, 24 de noviembre 2022, 21:30
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BARRA LIBRE ·
RAKEL CERNICHARO
Jueves, 24 de noviembre 2022, 21:30
Para hablar de mis inicios en la cocina, tengo que empezar por la necesidad que me empujó a ello: expresarme, relajarme y olvidarme del mundo que me rodeaba. Lo mismo me pasó con la escritura, la pintura, la fotografía, la interpretación, el canto... Siempre nació de dentro, sin la intención de venderse ni de ser reconocida, solo como una necesidad de expresión que no aspiraba a nada mas que salir de cualquier manera, adoptando todas las posibles formas y no necesariamente siendo erudita en ninguna.
No buscaba ni siquiera llegar a provocar algo en los demás, únicamente liberarme a toda costa. ¿El arte deja de ser arte si no se vende o se reconoce? En mi opinión, no, en absoluto. Tampoco gana valor ni se le resta si está satisfecha la intención más profunda que impulsó el acto: la de expresarse. El arte es la forma de expresión que define y diferencia al ser humano como ser humano. En ese caso, el camino ya está hecho. Luego llega lo demás, que alguien lo entienda, lo consuma o lo reconozca.
Incluso la necesidad de que perdure está en un tercer plano. Una forma de expresión palpable nunca dejará de ser arte por ser efímero. Como sucede en la cocina que, además, tiene la capacidad de transformar el sentimiento en algo físico tangible, el olor en un recuerdo, la tristeza o la alegría en un bocado. En ocasiones, resulta insultantemente efímero si lo comparas con el trabajo que hay detrás. La cocina empezó a ser arte cuando la alquimia, la mezcla intuitiva de cosas en busca del sabor, comenzó de manera extraordinaria en algún caldero, allá por el Mesolítico.
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En esos primeros recipientes que hervían al fuego y mezclaban los primeros brochazos de sabor empezamos a trasformar la materia en algo que producía placer: mezclas de intuición archivada por la repetición constante del buen olor de las cosas, del buen olor de la materia en movimiento, su rastro volátil. A mi parecer, esto es lo más cercano a la magia que existe.
La búsqueda de la felicidad en el prójimo a través de la transmutación maravillosa de las cosas te hace querer repetir una y otra vez el acto en busca del éxtasis y el placer ajeno. Esto, combinado con el estado de calma agitada que produce el acto de crear mezclando constantemente, hace que cocinar se convierta en una adicción diaria. Con el paso del tiempo, la perfección y la consolidación de las técnicas y los útiles, las mezclas y las formas, hacen que el mensaje se vuelva cada vez más personal, exhaustivo y complejo. En la cocina pasan tantas cosas que empiezan y terminan tan rápido, una fugacidad hedónica que engancha.
Somos materia que trasforma materia para aquellos que quieren comer materia. Energía en movimiento. En ese punto todo se funde en un mismo acto condensado de sentimientos. Cuando cocino soy lo que cocino y lo convierto en lo que estoy sintiendo y eso es lo que doy de comer a la gente. Observo cómo lo comen. Para mí, el segundo mayor acto de placer, el segundo mayor motivo del arte, la reacción del que lo consume, la reacción de algo en un tercero. No hay mayor placer después de cocinar que el de mirar mientras comen mi magia, mi arte.
El arte de cocinar, lejos del ego más profundo, termina en ese mismo instante; ya no hay nada más que decir, juzgar o premiar, eso es el arte sin categorizar. Ahora bien, lo que se pretenda, distanciándose del fin más filosófico y metafísico del arte, no corresponde al arte. Más bien se acerca a las carencias más profundas del ser.
Querer brillar y que te miren brillar solo se acerca al egocentrismo más divino, que también define al ser humano, pero lo aleja de lo realmente importante del acto. A quien le demos el poder de catalogar el valor de ese arte tan volátil no es más que problema nuestro. Ya que, quien clasifica o guía algo tan subjetivo, lo hace según sus propios intereses o como herramienta de marketing. Es el artista el que tiene la libertad de supeditar su arte, condicionando su forma de expresión. Algo totalmente lícito por ambas partes si luego no se juzga de manera hipócrita. Al fin y al cabo, una empresa, como buena empresa, mirará y velará por sus intereses. Estos siempre son, desde la forma más básica, los de ganar dinero y ser rentables. Y si extrapolamos estas formas al estado o a nuestras comunidades (también empresas, no lo olvidemos), el turismo gastronómico es el pilar base de la economía. El sentido común responde a toda teoría, pregunta, queja o indignación. Me repito, no seamos hipócritas o nos hagamos los tontos.
Lo que no consigo entender, lejos del ego como única explicación, es por qué le damos ese poder a una institución. De eso solo tenemos culpa nosotros, así como el poder de cambiarlo o simplemente usar el libre albedrío de no querer formar parte sin ser cuestionados. Para mí, es imposible supeditar mi arte a una lista de cosas que tengo que hacer para vivir de ello, aunque en la historia del arte esto siempre ha ganado importancia cuando ese «para» significaba ganarse la vida. ¿Qué artista no ha creado a demanda? Por supuesto. Sin embargo, a lo largo de mi carrera he visto restaurantes arruinarse, cocineros perder la vida, una desdicha atroz en la vida de muchos por no alcanzar lo que para ellos eran metas necesarias. Solo he observado la necesidad de juzgar al que juzga, desde la frustración, alejando el foco de lo importante, en vez de cuestionarnos a nosotros mismos por qué lo necesitamos. ¿Qué significan los galardones y su búsqueda incansable, si hemos conseguido vivir de ello y tenemos nuestra casa llena de gente que disfruta, siente y paga por dejarnos hacer lo que queremos como queremos?
Lo único que nos queda es poner en cuestión qué significa todo esto. Esa necesidad de formar parte de algo, nuestras inseguridades sobre lo que hacemos, la avaricia, el narcisismo, el ego y lo que implica. Dejémonos de cuestionar las formas legítimas de una empresa a la hora de valorar. Si no estás del acuerdo con las reglas, simplemente no juegues. ¡Qué hipócritas llegamos a ser y qué flaco favor nos hacemos calmando así un alma entristecida y llena de carencias, que es incapaz de tener sus propias reglas y valores!
Para mí, nadie tiene ese poder. No lo tienen porque he decidido no dárselo. Jamás será un problema, me siento realizada. Me sentía frustrada cuando el pensamiento era otro, poco objetivo y real. No tenía el foco puesto en lo importante y esto me impedía ver lo bello y maravilloso de lo que estaba haciendo y, por lo tanto, ser feliz desde lo más sencillo y básico. Con esto no quiero decir que en un futuro no aceptase lo que es: un premio subjetivo de una empresa privada. Lo que tengo claro es que en el camino no me irá la vida, los valores o el principio básico de mi arte: el de expresarme libremente.
Por otro lado, como persona y luego mujer, si me tienen que elegir para algo, que sea por mis méritos, no por la necesidad de una sociedad que exige una paridad impuesta lejos de una realidad evolutiva social. Y es que estamos llegando ahora a la posibilidad de decidir libremente sobre nuestra vida y, por lo tanto, sobre nuestra implicación laboral. Ser erudito en una profesión implica dedicación absoluta, por ello nos incorporamos lentamente a todas las profesiones. En este momento de la historia es matemáticamente imposible una igualdad si no se fuerza o se impone y, aunque no lo necesite, si tengo que estar clasificada, que sea por mis aptitudes y no por cuestiones de género. Esto me produce mayor alienación que la misma alienación sexista. Aun así, me gusta recordar que la primera persona en obtener tan nombrado galardón fue una mujer que solo tenía por necesidad disfrutar viendo a la gente gozar en una mesa, al calor de una lumbre comiendo sus mezclas: Eugénie Brazier.
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