Tras la noche toledana, en la que de nuevo se ha dado cita la cúpula gastronómica de la Península Ibérica, uno se queda con la sensación de que en la Comunitat Valenciana estamos todavía viviendo la resaca de la inusual lluvia de estrellas que vivimos en esta tierra el pasado año, cuando la gala de las Estrellas Michelin se celebró en el Palau de les Arts. Una resaca tan severa que este año nos deja una clamorosa sequía, a todas luces decepcionante -¡qué vamos a decir nosotros!-. Porque, además, no podría ser de otra forma. De hecho, que tengamos ese sentimiento inconformista y rebelde, es normal y necesario. Porque, ¿cómo no nos va a doler que no se reconozca el esfuerzo de los nuestros? En este caso, de nuestros restaurantes que viven una batalla constante por reinventarse y readaptarse, por plantar cara a las incertidumbres y por crecer. No. No podemos estar contentos cuando vemos cómo, en una nueva edición de los galardones gastronómicos más preciados, pasamos de puntillas. O casi ni pasamos. Aunque tampoco vamos, ni debemos, reprochar nada a nadie. Son las reglas de juego, que debemos aceptar o no entrar en ellas. De hecho, la experiencia nos dice, de forma reiterada, que la empresa de los neumáticos y las estrellas siempre quiere evidenciar que es ella la que marca los tiempos, que nadie externo les puede decir lo que hay que hacer y que, por encima de todo, están sus criterios internos. Que, aunque los intuimos, siempre se nos escapan. ¡Por muy 'michelinólogos' -perdón por el palabro- que nos creamos! Dicho esto, relativizando y aparcando el lado victimista, dejemos sobre la mesa dos conclusiones que nos deja la gala.
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Una, el enorme mérito que tiene Quique Dacosta, no sólo como un tremendo cocinero -que también-, sino como gran señor de la gastronomía en todos sus ámbitos. Un grande de la gastronomía mediterránea. Algo que el chef afincado en Dénia nos demuestra de forma cíclica. Sus siete estrellas -apuntaladas con un equipo de cocineros que se ha ido asentado en la última década a su alrededor- dibujan el perfil de una persona que, más allá de su genio culinario, tiene el don de saber cumplir sueños y conseguir objetivos. Y lo hace porque su afán por progresar, su enorme talento creativo, su sensibilidad, su cultura del trabajo y sus ganas de ir a más le permiten seguir conquistando cimas gastronómicas, como un alpinista alcanza sus ochomiles. La segunda estrella, en tiempo récord, para el Mandarin Oriental Ritz de Madrid demuestra que Dacosta ya sabe lo que Michelin quiere y, sobre todo, que su equipo se está consolidando de manera absoluta en cada uno de sus restaurantes. Y lo ha hecho logrando dar a cada uno de sus chefs el protagonismo que merecen, dejando que, bajo su batuta siempre reconocible, cada uno de ellos impregne las propuestas de cada local de su personalidad. Quique ha vuelto a demostrar que es alto voltaje para nuestra Comunitat. Incluso cuando logra estrellas para fuera de aquí. Un embajador único.
La otra conclusión en clave local, la segunda de la gala, es que la guía roja tiene asignaturas pendientes con la cocina valenciana, que sigue siendo un enorme baluarte culinario con un potencial envidiable. Un gran bastión gastronómico que cuenta con la fortaleza de toda una retahíla de nombres propios, en algunos casos con todavía mucho que decir y, en otros, con chefs que están madurando a la carrera y a punto de eclosionar como nuevas estrellas de la gastronomía. Sandra Jorge de Xanglot o ChemoRausell de Napicol son dos ejemplos de ello.
Y sí, hablamos de asignaturas pendientes que todos tenemos en la cabeza. La más clamorosa para los que buscamos flotar ante la mesa: que a Ricard Camarena le llegue la tercera. También clamoroso, para mí en particular, que algo similar le pase a Alberto Ferruz y su Bon Amb. Y, de remate, que ese mismo salto hacia el triestrellato les llegue: a El Poblet de Luis Valls (con Quique Dacosta) y a ese virtuosísimo templo de la cocina de las raíces que es L'Escaleta, con Kiko Moya y Alberto Redrado, por los que siento una debilidad tremenda. Igual que merece su segunda estrella esa batalladora única e incombustible, en evolución constante, que es Begoña Rodrigo (a quien debo confesar que hace un año que no he vuelto a su casa y es algo imperdonable). Y con ellos, un sinfín de proyectos más que crecen y que, con el tiempo, encontrarán seguro más destellos en la prestigiosa guía. No hace falta mencionar más nombres. O sí, quizá sí. Aunque sea con cierto tono de melancolía y pesar; porque, pensando especialmente con el corazón, me hubiera gustado que a Vicente Patiño le llegara su estrella. Pero al final, ni él, ni nosotros, tenemos en nuestras manos la decisión. Eso es cosa de los señores inspectores. Que para eso son los designados para repartir sus reconocimientos por todo el mundo. Al resto, para bien o para mal, nos toca aceptar. Y seguir gozando de las mesas. Y de las estrellas cuando lleguen. Porque al final, llegan. Y sino, lo importante, créanme, es disfrutar. Disfrutar de la magia de la gastronomía, ya sea tras la chaquetilla o a los pies de un mantel. Nos vemos entre servilletas.
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