El enjambre urbano de la ciudad de Valencia está dividido en 19 distritos, que a su vez se compartimentan en 87 barrios. Hubo un tiempo en el que algunos fueron pueblos, lo cual propicia su singularidad. Frente a las calles señoriales del Ensanche, a nadie ... se le escapa el carácter humilde de Tres Forques, Malilla, Orriols, San Marcelino o Monteolviete. Y esto hace todavía más interesante la ebullición de restaurantes de autor en zonas donde nunca esperamos encontrar un menú por encima de los 40 euros. Lugares clásicamente proletarios, que hasta la fecha se rendía a la cultura del bar, con platos del día y tapas al centro. Pero resulta que ya tenemos fermentos en Patraix, carnes maduradas en Malilla y escabeches en Campanar, dispuestos a avivar la llama gastronómica más allá de cualquier frontera.
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Esta efervescencia del extrarradio tiene mucho que ver con la transformación urbana a la que venimos asistiendo en el último lustro. La preponderancia del turismo, con un índice de pernoctaciones de un +6%, ha condicionado la oferta restauradora del centro, cada vez más rendida a grupos y franquicias. Asimismo, el incremento de los precios de la vivienda, un 13% en el último curso, no solo aleja a los habitantes de los núcleos, sino que también dificulta el acceso a locales comerciales en sitios de tránsito. Y todo esto, sin contar con la DANA, cuyos efectos todavía son difíciles de prever, pero conllevarán una reordenación urbana y un fuerte desplazamiento de la oferta y la demanda. Hasta aquí las causas sociales: hora de hablar de comida.
Los comensales somos los grandes beneficiados de que la riqueza culinaria se reparta por doquier. De repente, podemos celebrar que en Avenida Campanar, concretamente en la zona de El Calvari, haya platos con raíces desenfadadas. Nos debemos sentir afortunados por que, en una pequeña calle, junto al jardín de Ayora, alumbre el faro de Giramón. Incluso de que Barbaric ponga arriba un barrio trabajador como Patraix. Porque no solo se trata de levantar la persiana, sino de mantenerla arriba. Nos vamos de paseo por las cocinas que tan cerca nos quedan, y tan lejos nos llevan.
Desde aquel primer rustidor donde trabajó con su padre, Álvaro Calzada venía pensando en recuperar un concepto similar para la ciudad. Lo que nunca imaginó es que sería en la calle Alcublas, junto a la Avenida Campanar. Natural de Brujassot, ni él ni ninguno de los comensales que ahora peregrinan desde otras zonas de Valencia conocían la dirección. Es ahora cuando la frecuentan, en busca de una cocina desenfadada, que ha empezado con platos comerciales -que si tataki, que si kefta-, pero poco a poco se va dirigiendo hacia su verdadero destino: la cuchara, la caza y el embutido artesanal. Kasta es un restaurante que apela a la 'cocina con raíces'. En palabras de su chef, «una cocina que lleva las salsas, cremas y fondos con los que he crecido. Una parte de mi familia es manchega y la otra es andaluza. La K de 'casta' intenta hablar de modernizar los orígenes para transmitirlos».
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Calzada se quiere dedicar a la cocina desde que, con 18 años, empezó a trabajar en el bar de su padre: una pequeña casa de comidas, nacida durante la crisis del ladrillo, que atendía a 500 comensales por domingo. «Fue una prueba de fuego, estuvimos cuatro años mano a mano. Pusimos de moda el tema del chuletón de ternera a buen precio, vendíamos unas 20 toneladas al año. Nos gustaba investigar sobre la maduración de la carne cuando todavía no se hacía mucho en Valencia», recuerda. Terminó esta etapa y saltó al restaurante Contrapunto Les Arts, para luego pasar por Llisa Negra, viajar una temporada a Girona y, finalmente, recalar en Petraher. Otro buen ejemplo de restaurante de barrio, en este caso, a base de tapas y en Patraix.
«El barrio condiciona, evidentemente. En el centro, tú puedes vender unas patatas a 10 euros, y aquí no. Pero bueno, mi idea tampoco es subir mucho los precios», asegura. A find de cuentas, su público está compuesto por oficinistas y vecinos en almuerzo y ante el menú del día, pero se diversifica durante las cenas y comidas de fin de semana. «Incluso últimamente están viniendo franceses e italianos por la zona, algo que me sorprende», añade. Eligió el local en Campanar después de visitar varios con precios desorbitados y trabajó bastante para acondicionarlo, básicamente porque sintió una corazonada: «Había algo que me recordaba al rustidor de mi padre, me traía buenos recuerdos. Además, creo que al igual que pasó con Ruzafa o Cabanyal, los barrios están a punto de vivir otra época», concluye Álvaro, el fundador de Kasta.
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«Las tres premisas que teníamos presentes cuando buscábamos un local para el restaurante eran no volver a trabajar en zonas masificadas, porque ya habíamos pasado veinte años en el centro; no pagar una barbaridad de dinero, porque considero que la mayoría de traspasos no valen lo que piden; y por último, la conciliación familiar. Queríamos ir a trabajar andando o en bici», comienza José Gagliardi, alma de Giramón, junto a Micaela. El negocio de esta pareja se gestó hace dos años y medio, y supuso un faro de luz en la gastronomía local, por atreverse a situarse en un barrio tan poco valorado como Ayora. Y eso que ellos viven en El Cabanyal, «pero apareció este local, un local que no quería nadie. Era una cafetería con barra, antes fue una verdulería, nunca un restaurante. Y decidimos creer en él», aseguran.
Tuvieron que familiarizarse con los códigos del barrio, donde su primer menú de mediodía, valorado en 13 euros, resultaba 'caro' para todos los bolsillos. Por entonces servían titaina, ensaladilla rusa o buñuelos de bacalao. «El ticket promedio no nos permitía ni vivir. Y encima, no era adecuado para la zona. Así que me quité los complejos y empecé a hacer lo que sabía hacer. Lo que me gustaba y llevaba toda una vida aprendiendo», cuenta José. Así llegaron los platos actuales, a medio camino entre el mercado y el viaje, que han logrado entusiasmar a fieles comensales de toda Valencia. «Entonces la gente pensó: esto es otra cosa, esto sí que no se ve por el barrio. Y de repente, todo cambió», recuerda. A día de hoy, la carta de Giramón ha dado hasta 18 vueltas, pero la apuesta por el pescado, el producto de temporada y los curries de gran calidad le ha permitido llegar a los 30 euros de ticket promedio.
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La gente aún les pregunta por qué no apostaron por una sala más grande, y responden con honestidad: «Porque no podemos. Porque somos dos personas que trabajan en esto sin padrinos gastronómicos ni familias de dinero». Así que, de momento, se quedan donde están. «En 2025, seguro que estaremos aquí; luego, ya veremos. Por más que el negocio sea solvente, cambiar de sitio es muchísimo dinero», reconocen. Lo que Ayora les ha brindado merece ser revalidado, al menos, una temporada más, «Aunque sea un sitio pequeñito, cocinamos un montón. Creo que haber superado los primeros tres meses y darnos cuenta a tiempo de que teníamos que hacer lo que sentíamos, ha sido fundamental», es la moraleja de su historia.
En resumidas cuentas, Álex Sánchez siempre quiso trabajar en su barrio, que no es otro que Patraix. Después de viajar por el extranjero, lo que le permitió conocer en Berlín a Julia Dewald, su actual compañera de viaje, se propuso regresar a casa y apostar por las pasiones compartidas. Hablamos de la cocina, sí, pero también del vino natural. Y así nació Barbaric, un restaurante de mercado con mucho vino, que elige la periferia por dos motivos: reivindicar lo propio y ganar en conciliación familiar. Estamos ante un argumento transversal en la nueva generación hostelera. «Tuvimos la oportunidad de ir a otros locales más reformados, o con traspasos más baratos, pero mejor estar cerca de casa. Si me llama un proveedor y me pilla en el gimnasio, me acerco en un momento Eso es lo más», comenta, con «cabezonería».
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Barbaric lleva un año causando furor entre lo gastrónomos y recibiendo visitas de otros compañeros de la restauración. «La mayoría de la clientela viene de fuera, solo el 20% es de los alrededores. Pero eso es así de jueves a sábado, martes y miércoles vivimos del barrio», afirman. Esto condiciona algunas decisiones, como que el ticket medio se mantenga en 35 euros, si bien fluctúa con el vino.»Es verdad que algunas referencias de vino las hemos bajado de precio, porque si no, aquí nadie te las compra. Y lo mismo con el tema de la comida, tampoco puedes hacer alta cocina con los pies despegados del suelo. Tiene que ser una gastronomía de autor accesible, sin columpiarte», reconoce. Sin embargo, es consciente de que la zona está cambiando: solo hace falta fijarse en la proliferación del turismo, que puede augurar un estallido.
Álex y Julia se quedan con lo positivo: «Ofrecemos algo que aquí no existía». Y entre ser uno más en Ruzafa, donde gozarían de éxito por el tránsito, y fomentar que la gente peregrine a Patraix, en pos de su particular cocina, escojen el segundo camino. «Es cierto que tampoco queríamos un alquiler loco. Buscamos un negocio sostenible con los precios que tenemos y con la plantilla que trabajamos», reconoce, pero subrayando que el argumento económico no ha sido determinante. «Si Barbaric está en Patraix es porque lo sentía más auténtico. Al final, he sido fallero de la calle paralela, mi abuela compraba en Bodega Santander, lo conozco todo desde pequeño... Después de muchos años de trabajar para otra gente, quería algo muy mío. No hace falta darle muchas vueltas más para explicarlo», zanja, valiente y decidido.
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Hablando de carnes maduradas, Bacai. En septiembre, este restaurante se presentaba como el primer gastronómico en apostar por el barrio de Malilla, una de las zonas con mayor crecimiento urbanístico en Valencia. Situado frente al nuevo Hospital Universitario de La Fe, y con un amplio horario de lunes a domingo, el negocio abarca desde el brunch de la mañana, hasta las comidas y las cenas, consciente de todo lo que está por venir. En las inmediaciones se espera la construcción de un hotel, un edificio de oficinas y una zona comercial, entre otros proyectos. Su decoración, con jardines verticales y amplios ventanales, es una buena advertencia de lo que se espera: un futuro donde la tradición siga conviviendo con los contemporáneo.
Si bien el restaurante pertenece a los empresarios Carlos Rivero y Ricardo Giner, al frente de su oferta culinaria se encuentra Julius Bienert, habitual en plataformas de streaming y cadenas de televisión. «En Bacai se come como a mí me gusta comer», advierte el chef, originario del Norte, lo cual se nota en las raciones. La premisa pasa por transformar los productos de temporada, haciendo gala de una red de proveedores de alto nivel. Así, el otoño ha estado protagonizado por platos como el civet de jabalí sobre puré de castañas o el lomo de venado con arroz meloso de setas. El invierno, por su parte, sacará a relucir la cuchara, con platos del día como las lentejas estofadas con pichón y setas, que se servirán los lunes; o los garbanzos pedrosillanos con gambones, rape y torreznos, previstos para los martes. Y así hasta el viernes.
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Se puede optar por el menú de plato único, desde 22'50€, o el menú ejecutivo de dos pases, valorado en 34'90 euros. También hay menú degustación de rango más elevado, que desafía la media del barrio, pensado para las grandes ocasiones. Porque también habrá días para el homenaje en la periferia; están a la vuelta de la esquina. Restaurantes relativamente recientes, como Senzillo, en La Creu Coberta; bastiones de largo recorrido, como Malkebien, en Torrefiel; o barras emblemáticas, como JM, en Monteolivete; están a punto de protagonizar una fase de reordenación urbana que afecta a toda la restauración valenciana. El gran momento del barrio se venía fraguando desde hace años, pero de repente, arde de manera irreversible.
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