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Quizá uno se va dando cuenta que arrastra años gastronómicos -o muchas mesas- cuando comienza a reconfortarse ante las cosas aparentemente más simples y ancestrales. Uno se da cuenta, directamente, que va sumando calendarios, cuando la felicidad absoluta la encuentra probando un guiso casero en ... una casa de comidas en un lugar diría que (casi) perdido –o mejor, bien guardado- en medio de Asturias. Uno se da cuenta de todo ello cuando descubre cuánta vida, historia, relatos… existen fondeados en un plato de fabada. Un sentido plato de fabada que es a la vez ligero; seductor, pero al tiempo sincero; sencillo en su apariencia, pero complejo en todo lo que concentra. Un plato que es herencia recibida, raíces de una tierra y cariño junto al fuego.
La complejidad de lo humano en una fabada en Casa Eladio, donde parece que el tiempo duerme y todo es sereno y pausado. O en la casa de comidas de María Teresa Llosa, en La Reguerina. Ese lugar a donde la factura todavía te la dan escrita a mano y todo encadena gestos con mimo. La primera, una fabada con compango. La segunda, con almejas. Los dos, protagonizan un duelo en la memoria y en el paladar que me lleva loco. Y eso, que de aquello, han pasado semanas. Aunque, como los tatuajes, ambas permanecen imborrables en la piel del placer culinario.
Casa Eladio está en la localidad de Quintes. En Villaviciosa. Tienen calefacción, sirven sidra y ofrecen menú del día. Pero, sobre todo, tienen alma. El alma de una casa de comida llena de autenticidad. Sin pretensiones. Como si estuvieras en casa. Buscando sólo dar de comer bien a quien se sienta en sus mesas. Y fue en una de ellas –mantel de papel y unas sidras bailando- cuando me enfrenté a una sopera de su fabada que me pareció sublime.
Y eso que tenía mis miedos a que me derrotara su potencia. El frío no apretaba. Más bien lo contrario. Pero, aunque parezca contradictorio, refrescaba el paladar. Quizá porque le quitaba la escarcha de la tontería culinaria y te devolvía a la cocina de verdad.
Encontré entre cucharadas sabores ahumados de un guiso escrito en lento, como un poema de Gamoneda (Antonio) –«La tarde entra de pronto en la cocina, enloquece en el cobre, hace gloriosa la herrumbre de las madre…»-. La clave era el compagio, que jugueteaba volviendo loco el paladar. Y eran sus fabes, que simulaban ser mantequilla y seda, como caricias impregnadas de terruño que llenan de emoción el momento y, vete a saber porqué, hacen que tu interior se encienda el fuego cálido de ese hogar que todos llevamos dentro. Eso que llamamos bienestar.
Probé también su pote (soberbio), y su chuletón, y su arroz con leche, y su mouse de limón… Probé todo lo que podía probar, pero lo que me fascinó, más allá de cautivar mi paladar, fue la autenticidad del lugar. Y la mirada atenta, sibilina, de la matriarca de Casa Eladio. «¿Les ha gustado? ¿Volverán?», preguntó. Si ella supiera que no me he ido.
La Reguerina es un tesoro culinario en Bárzana, Selorio. También en Villaviciosa. Y es un restaurante, aunque ellos le ponen también la etiqueta de bar, donde puedes pasar por su lado sin darte cuenta que estás dejando atrás un templo culinario de los que pueden hacer que se te erice la piel y enloquezca el paladar. Podría enumerarte algunos de los platos que probé.
Entre ellos, esos fritos de merluza que siempre me devuelven a mi niñez y me dejan tocada la nostalgia. Pero entrando en el juego de este duelo de fabadas, debo dejarte caer la retahíla de sensaciones que despertó en mí el plato de fabes con almejas. Ese momento en el que me dije: «esto no es de este mundo». Porque si fuera de él, todo sería mejor.
Ese guiso tiene algo de canción de amor; de seducción y de provocación. Si lo pruebas ya no hay marcha atrás. Quieres volver sí o sí. Y volver a comer esas fabes y mojar con el pan el jugo que las acaricia. Y quieres contarlo al mundo. Y decir que existe un oasis. Que la cocina es eso. Que el cariño concentrado está ahí. Que eres feliz sólo recordando aquellos instantes: dando cucharadas sin parar a un plato que nunca termina en mi memoria. Que sigue ahí, queriendo resistir ante la invasiva realidad que trae la normalidad.
Sí. El tiempo me está diciendo que debo volver al inicio. A las mesas perdidas en los sitios auténticos. Porque sólo volviendo a ellos podré recomponer todo lo gastronómicamente vivido. Sin origen no hay vanguardia. Y sin pasearte por la vanguardia, nunca podrás comprender en toda su plenitud lo sublime de la raíz. Lo soberbio de esos guisos con el sello de mamá. Cocciones que te hacen abrir los ojos y descubrir que, en realidad, la gastronomía - la alta y la tradicional- tiene nombre de mujer. Y que sin esa mujer, nada hubiese sido posible.
Fue, por tanto, esta historia más que un duelo, un triángulo amoroso entre dos fabadas y un comensal. Una historia de amor que todavía no ha terminado. Y amenaza con perdurar. Por eso, mientras el idilio continua, nosotros seguimos encontrándonos en el Diario de Míster Cooking. Ese lugar donde hacen la digestión las cosas del comer. Nos vemos entre mesas.
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