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carlos benito
Viernes, 20 de marzo 2015, 17:12
El reinado de Juan Carlos I se cerró con una cena: fue en el Currito, en la Casa de Campo madrileña, la víspera de firmar la abdicación, y el Monarca estuvo rodeado para la ocasión de un buen surtido de políticos de los viejos tiempos. Dicen que después, convertido de pronto en eso tan raro de Rey emérito, le invadió un hondo desánimo, un sentimiento crepuscular que le llevó a recluirse en sus aposentos de La Zarzuela. El monarca campechano parecía marchitarse lejos del trono, libre de compromisos, como uno de esos jubilados que de pronto no saben qué hacer con esa provisión extraordinaria de tiempo. Hasta que decidió retomar la vida social justo donde la había dejado aquella noche de la despedida: sentado a alguna mesa, en compañía de amigos, con la perspectiva pautada y gozosa de un estupendo menú.
Y no se trataba precisamente de esos menús económicos, dietéticamente equilibrados pero un poco tristones y bajos en sal, que suelen servir los hogares del pensionista. Desde el pasado verano, los itinerarios de Don Juan Carlos permiten albergar con cierto fundamento una sospecha: el Rey cesante bien podría haber encontrado un empleo nuevo como inspector de la Guía Michelin, una de esas figuras anónimas que recorren rutinariamente los mejores restaurantes del país. Vale, a él le conoce todo el mundo, pero reúne las demás condiciones para el puesto: sus comidas y sus cenas de estos nueve meses han incluido varios de los fogones más importantes -y más creativos, y más caros- del país, entreverados con templos de esa gastronomía más popular a la que el monarca siempre ha sido tan aficionado. Se habrá quitado la corona, pero la verdad es que se está poniendo las botas.
El pasado fin de semana, sin ir más lejos, estuvo de visita en el País Vasco. El sábado comió junto a un grupo de médicos en el Akelarre, el restaurante donostiarra de Pedro Subijana, con tres estrellas Michelin y menú degustación a 170 euros más IVA. Entre otros manjares, tomaron ámbar de patata con incrustaciones de camarón, calamar en risotto con flor de mantequilla y mero umami. La víspera, el Rey había hecho escala en Vitoria para compartir mesa con el lehendakari, Íñigo Urkullu, una cita que tenían pendiente desde la final de la Copa de baloncesto de hace un par de años. Estuvieron en el Ikea, uno de los locales favoritos del monarca: lo regenta su buen amigo Iñaki Moya, un guipuzcoano que le ha dado de comer en repetidas ocasiones y que mantiene con él una estrecha relación, hasta el punto de que el propio Don Juan Carlos reclamó su presencia en el homenaje que le tributó a finales del año pasado la Real Academia de Gastronomía. «El Rey es un comensal entendido, al que le gusta preguntar por los platos. No es tiquismiquis, ni especial, ni va de divo: yo le he puesto platos de lo más normal que le han encantado. Resulta muy agradecido darle de comer», explica el siempre discreto Moya.
La excursión vasca sirve para hacerse una idea de las rutas gastronómicas que suele emprender el Rey jubilado. Entre los establecimientos por los que ha pasado en estos meses figuran al menos otros dos triestrellados: en diciembre estuvo en Arzak (precio medio: 195 euros más bebidas e IVA), donde degustó manjares como el pudin de kabrarroka con kataifi o el ave de invierno con bellotas, y días más tarde se acercó a Girona para comer en El Celler de Can Roca (menús a 155 y 190 euros). También pertenece a esa élite gastronómica de nuestro país el Atrio cacereño, con dos estrellas Michelin y menús a 109 y 119 euros. Al Monarca le gustaba mucho hacer escala en su comedor siempre que bajaba a Extremadura de montería, pero todavía no conocía las nuevas instalaciones, así que el mes pasado se plantó en el Atrio junto a la Infanta Elena y dos amigos.
«No avisaron de que quien venía era el Rey. Él busca algo natural, sin reverencias. Siempre que les he dado de comer, a él y a Doña Sofía, la seguridad lo organizaba todo y ellos hacían lo posible por saltársela. Ahora se ve más libre y le gusta ir como cualquier ciudadano. Yo le ofrecí una mesa más apartada, pero dijo que no», relata José Polo, copropietario del Atrio. Don Juan Carlos y sus acompañantes se zamparon un menú degustación con platos como huevo frito con caviar o lubina asada con puré de coliflor y almendra, aunque lo que hizo enloquecer al Monarca fue el remate de la velada: «¡Me vais a matar con estos buñuelos!», bromeaba. Al final, después de que unos empleados de Mapfre rompieran el hielo con la Infanta, todo el comedor acabó retratándose junto a ella y el Rey. «A mí me llama la atención cómo saben llevar una mesa: son conversadores excelentes, están acostumbrados a todo tipo de personas y dominan el arte de conducir una reunión», se admira Polo.
-¿Y al Rey se le cobra?
-Yo sí. No sé lo que harán los demás, quizá haya muchos que no, pero a mí me parece que no cobrarle estaría feo. Yo a lo mejor invitaría a Cristiano Ronaldo, si viniera, aunque no sé: ¡Con lo que gana...!
Las correrías culinarias de Don Juan Carlos por las carreteras de España también le han llevado a comprar morcillas en el Landa burgalés, al Amparito Roca de Guadalajara -el local de otro amigo, donde se metió entre pecho y espalda unas alubias y una ración de somarro de cerdo- o a El Bohío toledano, el negocio del televisivo Pepe Rodríguez. Y también quedó registrado su salto internacional de cambio de año, cuando le retrataron en The Ivy, el famoso restaurante del Robertson Boulevard de Los Ángeles. Es un local frecuentado por estrellas, en el que incluso se detienen algunas rutas guiadas por si pescan a una celebrity almorzando en la terraza, pero resulta asequible si lo comparamos con otras paradas del Rey, que al fin y al cabo tiene un salario anual de 187.356 euros: en The Ivy, la pizza de langosta sale por 34 euros y los tacos de pez espada, por 26.
Callos y cochinillo
A esta lista, que ya va siendo larga, habría que sumarle la densa constelación de comedores madrileños que frecuenta Don Juan Carlos, un hombre muy leal a los chefs que le hacen disfrutar. Con la libertad que le da el retiro, dispone de más capacidad de maniobra para regresar a clásicos de su agenda como el Horcher, El Paraguas, Casa Lucio, Casa Botín -donde se despidió de un cochinillo calificándolo de «regio»-, el Lhardy, El Landó -donde sirven una de sus recetas favoritas de callos, plato en el que es todo un experto-, el club Puerta de Hierro, la Taberna Laredo o, en fin, El Trasgu, en Torrelodones. El dueño de este último, Eduardo Pozueco, todavía se asombra cuando recuerda la primera vez que apareció en la puerta, también sin aviso previo. «Yo le dije: ¿Qué hace usted aquí?. Después me pidió que me sentase con él, me estuvo preguntando por la crisis y hasta me dio consejos sobre algunos platos: ponerle jamón a uno, quitarle tocino a otro... El Rey come poco y bueno. No le gusta la trufa, que aquí se la echamos a la Ensalada Trasgu, y le encantan, por ejemplo, las zamburiñas: pide una ración para el centro de la mesa y después suele decir y otra para mí solo. Se las come con Tabasco».
El Trasgu es un caso único en este repaso, porque prepara una receta del propio Don Juan Carlos. Todo viene de una vez que estaba comiendo wagyu, el buey al que todos nos empeñamos en seguir llamando de Kobe, aunque a El Trasgu y a La Zarzuela les abastece el mismo proveedor desde un sitio tan poco japonés como Burgos. «Me preguntó si no nos servían también unas hamburguesitas con huevos de perdiz. Y, como yo no las conocía, añadió: Ya te voy a mandar. A la hora y media se presentó un chófer con una neverita y con las instrucciones para preparar el plato». En la siguiente visita, se produjo uno de esos diálogos inequívocamente juancarlistas.
-¿Qué tal aquello, Eduardo? ¿Lo has metido en carta?
-No, lo teno como sugerencia.
-¿Y cómo lo has llamado, los huevos del Rey?
A Eduardo Pozueco eso le pareció un poco fuerte, así que la carta ofrece huevos reales, a 15 euros. Ahora está esperando con cierta expectación la siguiente reserva de Don Juan Carlos, porque tras la última comida se marchó con una promesa: «La próxima vez -le dijo- vengo con el Rey».
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