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Cristianos que salieron corriendo de Mosul, en los campamentos Ashti.
Olvidados en el Kurdistán

Olvidados en el Kurdistán

Wean Matin ha tenido suerte: ha caído en un campamento cristiano donde cada familia tiene su contenedor de plástico, con luz y agua

MIGUEL GUTIÉRREZ-GARITANO

Miércoles, 16 de marzo 2016, 20:46

Cuando, en el verano de 2014, los yihadistas del Daesh ocuparon Mosul y las llanu ras de Nineveh, a los cristianos les dieron a elegir entre pagar un impuesto islámico, abandonar la región de sus antepasados, convertirse al islam o ser ejecutados. Alguno se dejó crucificar o decapitar. Hubo quien se convirtió o pagó el canon para seguir respirando. La inmensa mayoría escogió huir. Alrededor de 125.000 hombres, mujeres y niños escaparon con lo puesto a la vecina región autónoma de Kurdistán para ponerse bajo la protección del ejército Peshmerga y los aviones de EE UU.

Pero su 'via crucis' ni mucho menos terminó ahí. En el Kurdistán iraquí se encontraron con ciudades atestadas de refugiados sirios -245.543, cifró el Syria Refugee Response el pasado 15 de febrero-, en medio de un clima de desmoralización y miseria. En la capital kurda de Erbil los más afortunados se alojaron en apartamentos baratos o en casas de familiares, sobretodo en el barrio cristiano de Ainkawa. El resto -muchos de ellos heridos y enfermos- se desplegó por edificios abandonados, parques, garajes o sobre el mismo empedrado.

La situación ha mejorado algo: por iniciativa de una serie de entidades cristianas, ONG laicas y de la mano de la ONU se han construido nuevos campos, como los de Ashti 1 y Ashti 2, en el extrarradio de Erbil. Están pegados y forman una ciudad de facto donde cada familia reside en un container de plástico acondicionado con una dignidad que conmueve. Cruces y adornos de colores intentan paliar la deprimente austeridad mientras los refugiados tratan de continuar con sus vidas. Los hombres deambulan en busca de ingresos mientras las mujeres fríen patatas y bolas de falafel. Los niños estudian en reducidísimos espacios, juegan al fútbol en los descampados o mendigan por las calles. Tienen agua corriente y electricidad. Las viviendas son individuales. Todo los demás se comparte: los baños son comunales y se reparten la ropa y comida que les llega por vía humanitaria.

La mayoría de las personas con las que conversamos son oriundas de Qaraqosh, la que fuera la población con mayor proporción de población cristiana de Irak. Fue conquistada por el Estado Islámico en agosto de 2014. Los peshmerga la defendieron pero fueron derrotados. «Todo sucedió muy rápido», nos explica Wean Matin, de 35 años. «Los soldados nos dijeron que nos marcháramos si no queríamos morir. Nos dimos cuenta cuando empezaron a caer bombas. Después, precipitadamente, nos montamos toda la familia en un camión y partimos hacia Erbil. Había cientos de vehículos, algunos atrapados, y la huida fue lenta y angustiosa».

Matin es techador, pero asegura que «aquí no hay trabajo para nosotros. Como cristianos éramos ciudadanos de segunda en Irak, pero los kurdos tampoco nos quieren porque muchos somos árabes», se lamenta. Su mujer, Valentina, prepara un sofrito mientras atiende a la conversación con angustia: «Vinimos con mis hijas y mis padres que son mayores. Aquí ya no hay comida. Vivimos de los ahorros y de la comida que pudimos traer en el camión, pero cuando se acabe ¿Qué vamos a hacer?».

Clases de matemáticas

Matin fue afortunado y pudo llevarse sus pertenencias y a toda su familia. A Khalid y Halida Koma no les advirtió nadie: «Mi padre -rememora el hombre de 45 años-, que estaba enfermo, falleció debido al estrés 24 horas antes de que entrara Daesh en Qaraqosh. Mientras agonizaba escuchábamos las bombas y los tiroteos. Estábamos aterrorizados pero no podíamos irnos de allí. Al final falleció y salimos en un camión de mi hermano con lo puesto. A poco no lo contamos. Mi madre -se refiere a una anciana ataviada de negro que se ayuda de un andador- se rompió la cadera por la precipitación. Y no podemos curarla, porque aquí solo hay un médico general. Y no tenemos dinero». El matrimonio trabaja como profesores de matemáticas en el instituto de secundaria del campo, tres contenedores de colores rodeados por una cerca tras la que un grupo de chavales corretea con un balón.

No muy lejos, en una barraca enmoquetada y llena de bancos, un hombre joven imparte catequesis a unos críos. Se llama Kendi Kamid, tiene 28 años y es de Mosul. «Antes de escapar era rico. Era dueño de tres edificios de varias plantas». Tal vez para tratar de preservar algo de su patrimonio Kamid se quedó los primeros 25 días de ocupación de Daesh. «Es cierto que entraron algunos de fuera, pero los yihadistas de Mosul eran los mismos que hacían la guerra a los americanos tras la invasión de 2003. Los conocíamos todos. De repente se hicieron con el poder y empezaron a matar a todo el mundo. Al final malvendí lo que tenía y escapé. Solo me queda esto», dice asiéndose el chaleco. Tiene esperanzas de volver a su casa pero advierte de que no servirá solo con echar a los terroristas: «Será necesaria una reconstrucción completa y un plan económico a medio plazo», aclara como buen hombre de negocios.

El campo de Ashti está dirigido por padres católicos de la Congregazione Rogazionista, que administran la ayuda que llega y conocen los problemas. En la Iglesia de la Transfiguración, uno de los templos del campo, nos recibe el padre Jalal Yako que trabaja en los campos desde hace un año. «Lo peor para esta gente es no saber nada de los familiares que han dejado atrás. Sabemos que 125 familias quedaron en Qaraqosh y muchas más en Mosul; y sabemos por testimonios y vídeos que ha habido decapitaciones, crucifixiones y todo tipo de malos tratos. Cientos de mujeres han sido vendidas como esclavas. Cristina, una niña de 8 años que es hija de una familia que vive aquí al lado, por ejemplo, está desaparecida, es terrible. Además, las familias sobreviven, pero hacinadas. El tiempo pasa y la gente desespera. Cada vez hay más trifulcas».

El hermano Basim Al-Wakil nos lleva a la barraca donde tiene el ordenador personal con todos los datos: «Muchos de los refugiados son árabes pero a excepción de la Media Luna Roja, no hay ninguna organización o país árabe que nos ayude. Respecto a la ayuda occidental, fue muy potente al principio, pero en julio de 2015 se redujo a la mitad; y a partir de enero de 2016 nos llegan unos 20 euros por familia al mes. ¿Qué se puede hacer con esa cantidad?».

Hay decenas de campos como el de Ashti por todo el territorio. En el de Bahirka, situado a varios kilómetros de la capital, constatamos que incluso para recibir asistencia hay diferencias según etnia y religión. Si los cristianos de Ashti reciben nula ayuda de organizaciones islámicas, en Bahirka, un vasto y pobrísimo campo donde musulmanes, yazidíes y kakis son mayoría, las condiciones son claramente peores.

Muchos habitantes de Erbil los miran con desconfianza. Los barracones de Ashti se antojan un lujo frente a las caravanas de chapa y los chamizos de ladrillo y plástico erigidos por los propios refugiados en Bahirka. A los yazidíes y otras minorías los verdugos ni siquiera les dieron a elegir. Los hombres y las mujeres mayores que cayeron en sus manos fueron asesinados, mientras que niñas y muchachas terminaron en mercados de esclavos.

Aquí la miseria es terrible y las miradas torvas. Un hombre nos acoge en su choza y nos invita a té. Se trata de Sulaman Adil Markhi, un paisano de Kabarluk, en las cercanías de Mosul. Él es un kurdo de religión kaki, credo sufí de carácter sincrético que profesan unas 500.000 personas desde Siria a India. En un reducto miserable sobrevive junto a sus tres hijos, su esposa, su cuñada y sus dos sobrinas, que, debido a un extraño síndrome, sufren terribles deformaciones. «Mi hermano, al verse con estas dos niñas enfermas se murió de pena». Viven de su paga. Es soldado peshmerga del ejército kurdo, destinado al frente de Kirkuk. Ahora está de permiso.

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