RAFA TORRE POO
Jueves, 7 de noviembre 2019, 01:18
Lleva varias semanas sin llover, pero el sol, pese a estar despejado, no se ve. Una boina de polución tapa Madrid. Los protocolos anticontaminación se han activado. Las autoridades obligan a reducir la velocidad en los accesos; recomiendan encarecidamente usar el transporte público. Arriba el aire es irrespirable. Abajo, en el subsuelo por el que circula el metro, la calidad es mucho peor. Es una de las conclusiones a las que llegó Carlos Pérez Olozaga. Este jubilado de 70 años, experto en temas medioambientales, aprovechó sus visitas a la capital de España, a finales del año pasado y principios de este, para medir las pequeñas partículas -las más nocivas, las que se cuelan en los pulmones y pasan a la sangre, las denominadas PM 2.5- con un pequeño aparato certificado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). «Hacemos ciencia ciudadana. Solo queremos saber lo que respiramos en las ciudades. Defendemos una movilidad sostenible, pero que también sea saludable», explica este miembro de la asociación ciclista urbana donostiarra Kalapie.
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Los resultados, tras numerosas mediciones aleatorias por diferentes líneas, andenes y vagones, ofrecieron datos preocupantes. En días con mucha contaminación en el exterior, los niveles de pequeñas partículas en el metropolitano fueron de una a dos veces superiores. Con el aire limpio fuera, algo que sucede en pocas ocasiones, incluso hubo zonas con mejores índices que en la calle. Sin embargo, en otras, la contaminación superaba el máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Este organismo recomienda no rebasar de media diaria al año los diez microgramos por metro cúbico. En cambio, la Unión Europea es más permisiva y la eleva esta hasta los 25.
La alta contaminación en los suburbanos no es exclusiva del madrileño. El de Londres tiene el récord. Los 4,8 millones de pasajeros que lo toman cada día respiran niveles, según una investigación del 'Financial Times', hasta diez veces más altos de los que permite la OMS. En el interior de los vagones, incluso hasta 18 veces más que en la superficie, ya de por sí muy contaminada. En otras ciudades, como Bilbao, San Sebastián o Lisboa, apenas hay variaciones entre dentro y fuera. Son tres de los metropolitanos menos contaminados.
Existen varios detonantes, en los que coinciden CSIC y Kalapie, para explicar al alta contaminación. El principal es el aire viciado del exterior procedente de la alta densidad del tráfico. Este se cuela a través de los sistemas de ventilación y en las bocas de entrada de las estaciones. También influye el diseño y su antigüedad, ya que en los más viejos, como el londinense, los sistemas de depuración están más obsoletos. En el interior de los vagones todo depende de la calidad de los filtros del aire acondicionado. Pero lo que más contamina son los frenos que usan -sobre todo los mecánicos, como los de los automóviles- y las ruedas, especialmente las de caucho. En París, que tiene a la empresa Michelin como enseña nacional, se usan mucho. Si son de metal, la abrasión que se produce al contacto con el hierro de las vías desprende partículas que se depositan en los túneles. La velocidad de los convoyes al atravesarlos levanta una gran nube de polvo, que se cuela en los andenes y, de paso, en los pulmones de los usuarios.
La solución, para los expertos, es fácil pero impopular. «Hay que eliminar a los coches de las ciudades. Debemos sacarlos cuanto antes», sentencia Carlos Pérez Olozaga, mientras continúa viajando con su medidor de bolsillo.
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