María Eugenia Alonso
Viernes, 17 de julio 2015, 21:14
El país más joven del mundo ha cumplido esta semana cuatro años sumido en una grave crisis política y humanitaria que ha arrancado de sus hogares a casi dos millones de personas y ha provocado el éxodo hacia otros países de cientos de miles de ciudadanos.
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Sudán del Sur tiene poco que celebrar. Su breve historia se ha visto manchada de sangre por una crisis que estalló el 15 de diciembre de 2013, cuando el presidente, Salva Kiir, denunció un supuesto intento de golpe de Estado encabezado por el exvicepresidente Riek Mashar. Desde entonces, todos los esfuerzos nacionales e internacionales para resolver esta situación han fracaso por completo.
Las hostilidades se han extendido recientemente a los estados de Unidad y el Nilo Alto. "Me alegra saber que aún en esta situación, las más de 70.000 personas desplazadas en Minkaman aún tienen aliento para cantar", relata Lorena Auladell, de Oxfam Intermón.
Lorena llegó hace unos años a esta pequeña localidad al noroeste del país africano que se convirtió en refugio para miles de familias de etnia Dinka que huían de los combates librados contra los Nuer en las zonas más norteñas y que han dejado hasta la fecha al menos 10.000 muertos. "Cuando mis compañeros los encontraron, apenas eran un millar de personas viviendo debajo de los árboles: sin agua, sin comida, sin refugio; en la más absoluta nada", asegura esta técnico de la ONG.
Al otro lado del río, a 30 kilómetros de Minkaman, en la ciudad de Bor, el escenario es absolutamente distinto. Tras el estallido del conflicto, más de 7.000 miembros de esta etnia vivían hacinados en un cuadrado de tierra que Naciones Unidas se ha encargado de vallar y proteger. Ni podían salir, porque la población Dinka del lugar los lincharía al primer despiste. Ya hicieron una incursión hace un año en la que acabaron con la vida de 45 personas. Ahora todavía viven allí algo más de 2.000 personas.
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Discursos xenófobos
Pero Minkaman y Bor son sólo una parte más de este complejo puzzle que es la situación actual de Sudán del Sur y en el que las históricas divisiones étnicas nunca superadas se han hecho visibles. Piezas que no terminan de encajar porque, a juicio de Auladell, "las élites políticas aprovechan y se calientan los discursos xenófobos para exaltar más aún los ánimos de una población en un gran estado de sensibilidad".
Dinkas, Nuers, Mule, Equatorians, Baris o Azande siempre habían luchado entre ellos. Incluso dentro de una misma etnia, los clanes también tenían sus fricciones que probablemente acababan con algunas bajas y promesas de futuras venganzas que se acababan cumpliendo. Todo ello formaba parte de una especie de mal 'equilibrio' cultural y social en el país. La diferencia radica ahora en la gran dimensión que ha adquirido. A los conflictos étnicos se han sumado los intereses políticos, geoestratégicos y económicos de las élites. Ahora en las refriegas entre clanes para el pillaje de recursos, las armas han cobrado un especial protagonismo. "Se calcula que en el país uno de cada cuatro habitantes -el 28,23 % de la población- posee un arma de fuego", dice la española.
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Los que no forman parte de estas élites son los más de dos millones de personas refugiadas o desplazadas en su propio país, desperdigados en cientos de lugares, independientemente de la etnia o de los clanes presentes en este país del África oriental. Al final, todos huyen por lo mismo: la guerra y el hambre. "Si todavía no se ha declarado la situación de hambruna -7,8 millones de personas pasan hambre- a causa del conflicto y la escasez de alimentos- es porque las agencias humanitarias están respondiendo masivamente a la crisis", advierte Lorena Auladell, que expresa su temor a que Sudán del Sur se convierta en una crisis olvidada, "si es que no lo es ya".
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