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FRANCISCO APAOLAZA
Jueves, 17 de diciembre 2015, 20:53
Juan José Muñoz (Niebla, Huelva, 1969) sabía que las cosas en el mundo estaban mal. Desde que empezó a rondarle el sacerdocio y la vocación, ya quería ser misionero. "Quería hacer algo". Quizás no conociera cuando se ordenó en 2004 que en Benín se vendían niños al precio de una raqueta de pádel barata en España. En 2005 llegó a Porto Novo, la capital del país a la orilla del río Yewa, y a la vez realizó un sueño y una pesadilla. "No tenían derechos. Los niños estaban en la calle y se traficaba con ellos". El comercio de las vidas de los pequeños que dibuja el sacerdote resulta atroz.
Nadie sabe cuántos son porque en el país africano nadie sabe quién es nadie. "Uno de los problemas es que muchas familias no inscriben a sus hijos, con lo que casi nadie tiene una identidad". Muñoz no se atreve a dar una cifra de la tragedia de las vidas robadas, pero las organizaciones calculan que hay más de 100.000 niños sujetos al tráfico. La cifra es aún más dura si se sabe que en Benín viven solo diez millones de personas.
Otros números tampoco ayudan a dibujar el paraíso. El 44% de la población tiene menos de 14 años y la esperanza de vida es de 60. La mitad de los jóvenes trabajan, la mortalidad infantil es severa y algunos pequeños son considerados malditos y sufren brujería. En este sentido, Benín no es un buen lugar para nacer.
En este contexto, todo, incluso los niños, son susceptibles de convertirse en mercancía, pero hay algo más que pobreza detrás del asunto. "Existe una costumbre en el país que consiste en que las familias entregan a sus hijos a familiares o amigos que viven en las ciudades para que viajen allí, aprendan un oficio y tengan más oportunidades". Toda costumbre, esta también, es susceptible de degradarse. Los familiares ya no lo son tanto y al final los niños terminan trabajando en condiciones infrahumanas para traficantes. Muchos de ellos, en países vecinos como Ghana, Burkina Faso o Níger. Las fronteras son tan porosas que nadie sabe cuántos se han llevado de allí. Las minas o las plantaciones de algodón son algunos de los destinos más frecuentes donde se explota a los menores en condiciones tan límite que muchos pierden la vida. Tampoco se sabe cuántos han muerto.
La familia no lo sabe
¿Quién puede ser capaz de exponer a su hijo a semejante pesadilla? Muñoz tiene una explicación muy sencilla: "Los familiares no lo saben. En la mayor parte de los casos, no tienen nada. A veces no están en sus cabales, o no conocen la realidad. Lo que saben es que ellos no pueden ofrecer nada a sus hijos". En un poblado sin escuela, sin comida, sin trabajo, sin electricidad, con una sola comida de papilla de maíz en todo el día y a kilómetros de viaje de la fuente de agua más cercana, la incertidumbre parece mejor idea que la nada.
Toussaint era hijo de un cabrero separado de su mujer. Ella se comprometió a pagar parte de la matrícula del colegio de su hijo, pero al padre no le fueron bien las cosas y no pudo hacer frente al resto de la factura. Lo mandó con un amigo suyo para que aprendiera un oficio en la ciudad y fue de mano en mano hasta convertirse en el esclavo de una familia. No hubo educación. "Se levantaba a las cuatro de la mañana para encender el fuego, cocinar, traer agua, limpiar, etc. Después, hacía multitud de trabajos y acarreaba pesos enormes para su edad". Toussaint tenía solamente doce años.
Un año después, su padre confesó que no lo había llevado a la escuela y comenzaron a buscarlo. Se había perdido su rastro hasta que una ONG lo encontró y lo devolvió a casa. Regresó a un centro y tuvieron que reconstruir su personalidad. Hoy Toussaint tiene 17 años, estudia matemáticas y es uno de los niños que cuidan Muñoz y los suyos y uno de los protagonistas del documental 'No estoy en venta', que han publicado las Misiones Salesianas sobre la lacra terrible del tráfico infantil en África.
La mayor parte de los niños rescatados tienen rabia y miedo contra los adultos. "Ellos creen que todos les vamos a hacer lo mismo, por eso están asustados. Hay algunos que, cuando te acercas, se esconden. Conocí el caso de un niño que cuando estabas con él, chillaba. Ese era el método que había aprendido para defenderse de las palizas". Poco a poco, en un trabajo que dura meses, aprenden a confiar de nuevo en los mayores y a hacerse a la idea de que su voluntad cuenta, de que no todo tienen que ser órdenes.
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