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Dagoberto Escorcia
Lunes, 25 de octubre 2021, 00:20
Otoniel es hoy el nombre de moda en Colombia. Supera a Shakira y a Camilo, a Sofía Vergara y hasta el mismo Pibe Valderrama. Y también a García Márquez. Es muy probable que la mitad de los ciudadanos desconocieran su existencia hasta el sábado. Sí que era públicamente famoso el clan del Golfo, algo muy parecido al famoso cártel de Medellín que lideró Pablo Escobar.
El salto a la fama de Otoniel, que en realidad se llama Dayro Antonio Úsuga David, se produce al ser capturado por la Policía en una operación en la que intervinieron 500 agentes, se utilizaron 22 helicópteros y se contó con la ayuda de la Interpol de Estados Unidos y el Reino Unido, según fuentes gubernamentales. Su detención fue calificada por el presidente, Iván Duque, como el golpe más contundente que se le ha propiciado al narcotráfico en este siglo. «Solo es comparable con la caída de Pablo Escobar en los años 90», dijo Duque. Pero en realidad, Otoniel no se puede comparar a Escobar, mito entre los mayores narcotraficantes y criminales de este mundo.
Seguramente en los próximos días se conocerán más datos del criminal que atesoraba todas las caras de la maldad. Donde tenía su campo de acción y su escondite, beneficiado por la complicada orografía del territorio colombiano, era en el centro y pacífico del país. Allí creó el infierno. Era un diablo en realidad. Mató a policías, también a soldados, líderes sociales, reclutaba menores, abusaba de niños y niñas... Y había hecho casi todos los cursos para llegar a convertirse en el líder del clan del Golfo, grupo que colocaba 800 toneladas de cocaína en Centroamérica y Estados Unidos. Antes de convertirse en el narcotraficante por el que Washington pagaba cinco millones de dólares por su captura vivo o muerto, Otoniel fue guerrillero de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), paramilitar, y en su juventud se declaró marxistaleninista.
Sin embargo, Colombia es un país que se ha vuelto incrédulo, y al que parece no sorprenderle nada. Tanto es así que la captura de este criminal tiene interrogantes. Las redes sociales se llenaron de elogios hacia el Gobierno de Duque, pero también de desconfianza. Se implora que Otoniel sea extraditado a Estados Unidos. También aparece la suspicacia y se cree que esta captura y su comparación con la muerte de Escobar solo se entiende desde el punto de vista de darle bombo a la detención, porque Duque le sacará réditos electorales. Pero este Ejecutivo está tan desprestigiado que ni siquiera la captura de un tipo tan peligroso como Otoniel bastará para redimir su la baja credibilidad.
El arresto de Úsuga es importante, pero no hay colombiano que piense que es el fin del narcotráfico, del paramilitarismo y de la utilización de los campesinos para rascar la hoja de coca. Sería de ingenuos pensar que ya no habrá más capos. Seguramente en los próximos meses, el clan del Golfo, al que el Gobierno cree ha desmantelado, nombrará otro líder y el tráfico continuará. Así pasó con Pablo Escobar y su clan de Medellín. O con los Orejuela de Cali. El gran conflicto de Colombia sucede en el campo, donde el narco como negocio ayuda a la financiación de guerrillas y paramilitares.
Sí que es verdad que Otoniel era un objetivo demasiado valioso y atraparlo se había convertido en una obsesión para las autoridades. Y que también es una captura que se realizó en Colombia, pero que seguramente está siendo más aplaudida en Estados Unidos. Y por supuesto que es un mensaje claro para todos los capos. Pueden correr, esconderse, desaparecer, pero siempre estarán en el radar de las autoridades y más tarde que temprano serán arrestados o eliminados.
El narcotráfico es una poderosa industria multinacional de la que se benefician muchos: Estados, Gobiernos, empresas, bancos, funcionarios, políticos y bandidos profesionales. La vida en Colombia ha mostrado que ese aparato se desarrolla y se fortalece a la par con el consumo creciente.
Otoniel es el último de los herederos del negocio de las drogas. Rompió el esquema de los narcos de otra generación porque mantenía sus negocios fuera del alcance de las tecnologías. Se ocultaba en las selvas de difícil ubicación, no dormía dos veces en el mismo lugar, se encontraba en constante desplazamiento y mantenía su imperio comercial con un esquema militar de anillos de seguridad, se comunicaba con correos humanos, usaba a otras personas que hacían sus negocios e inversiones con apariencia legal... Un sistema distinto a los ya conocidos por las autoridades, novedoso y distinto, perfeccionado tras los errores de sus predecesores en el negocio.
Sin embargo, en estos momentos, para el colombiano, antes que el narcotráfico, la principal preocupación es la corrupción política.
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