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Por una noche, todo volvió a ser lo que era. Las colas interminables, el público enloquecido, un mar de gorras rojas y Donald Trump bailando ... en el escenario. Sonaba 'YMCA' por los altavoces, un himno de los años 80 d los Village People que Trump ha hecho propio, como símbolo de esa 'época dorada' que clama haber devuelto al país.
En ningún sitio se representa tanto como en Míchigan, la cuna del automóvil en la que el presidente cerró sus campañas y a la que volvió este martes para darse el baño de masas que le falta en la Casa Blanca. «Echo de menos la campaña», suspiró. Era el primer mitin que daba desde el 20 de enero, cuando sus seguidores hicieron cola a temperaturas bajo cero durante horas para escucharle en el Capital One Arena, poco después de tomar juramento en Washington. Sus primeros cien días han sido un auténtico terremoto que no ha dejado piedra sobre piedra. «¡Y no hemos hecho más que empezar, no habéis visto nada!», clamó entusiasmado.
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A diferencia de Franklin Delano Roosevelt y su New Deal, con quien la Casa Blanca quiere compararle estos días, su ejercicio de transformar al país ha sido un acaparamiento de poder para el que no ha contado con el Congreso, sino a golpe de más de 130 decretos, sin respeto a los tribunales. Para él y sus abnegados seguidores, que ya hacen campaña por un tercer mandato en 2028, , decían los carteles, estos han sido «los cien días de más éxito que haya tenido cualquier Administración en la historia», dijo en sus 90 minutos de discurso.
Volvían los superlativos, la autoadulación, los bulos, y las falsedades, que espera hacer realidad a base de repetirlas. Trump no ganó Míchigan tres veces, como volvió a decir. Su religión no le permite aceptar la derrota de 2020 frente a Joe Biden, un presidente al que volvió a ridiculizar como si aún estuviera en campaña. En el grotesco espectáculo que siempre fueron sus mítines, animó a las masas a burlarse del «dormilón de Joe» y alimentó las teorías de la conspiración sobre un Gobierno en la sombra, al decir que ya «he descubierto quién gobernaba realmente: quienquiera que cargase el autopen», la firma digital que utilizaba Biden, y numerosos presidentes desde que Thomas Jefferson la automatizase.
También han vuelto «a derecha y a izquierda» las fábricas y los trabajos a Míchigan, un supuesto éxito que atribuye a sus políticas fiscales y arancelarias. De hecho, antes de aterrizar firmó en el avión una nueva orden ejecutiva con la que suaviza los aranceles con los que ha gravado a la industria automovilística para forzar a los fabricantes a ensamblar coches en EE UU. Ahora, un porcentaje menor de esas piezas -el 15% durante el primer año y el 10% durante el segundo- podrá venir de fuera, de acuerdo a esa excepción temporal que le habían suplicado al unísono todos los actores de la industria de automoción.
«Después de décadas en las que los políticos han destruido Detroit para construir Pekín, por fin tenéis a un defensor de los trabajadores en la Casa Blanca», se atribuyó ante sus duros «patriotas». La suya, dijo, es una revolución de sentido común «y de genio», se atribuyó, gracias a la cual «EE UU será de nuevo libre, orgulloso y soberano». Ese «magnífico destino» al que guiará a su pueblo «está más cerca que nunca. No sabéis lo cerca que está».
El éxito del que dice sentirse más orgulloso es de la presunta limpieza de inmigrantes. En su lista de promesas electorales siempre ha destacado la de las «deportaciones masivas», que si bien no se están produciendo en números muy distintos a los anteriores, sí lo hacen con un nivel de crueldad e impunidad que ha desatado la alarma, incluso entre quienes tienen toda la documentación en regla.
En la entrevista emitida en ABC con la que completó su celebración de los cien días, el presidente negó que quienes han entrado ilegalmente al país tengan derecho a una vista judicial antes de ser deportados. «¡Son criminales, tenemos que actuar rápido!», argumentó. Bajo ese pretexto han sido deportados justos y pecadores a oscuras cárceles antiterroristas de terceros países como El Salvador, de donde su Gobierno dice no tener capacidad para rescatarlos. Trump negocia con el Ejecutivo de Bukele la posibilidad de enviar a sus cárceles a los propios ciudadanos estadounidenses que hayan delinquido, si encuentra la laguna legal necesaria.
«La gente está preocupada, incluso muchos de los que votaron por usted, que no firmaron para que llegara tan lejos», le transmitió el presentador Terry Moran, como hiciera en enero desde el púlpito de la catedral de Washington la ministra episcopaliana Mariann Budde, el día después de su investidura. Solo que esta vez Trump tenía el micrófono delante para contestarle, y un mitin a sus espaldas de refresco. «Pero es que esto es exactamente lo que firmaron. Esto es por lo que yo hice campaña. Es lo que siempre he querido hacer todos estos años. Alguien tenía que arreglarlo», zanjó.
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