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Escultura de Colston, esclavista y filántropo, arrojada al río en Bristol.
Estatuas de ilustres que pasan del pedestal al cadalso

Estatuas de ilustres que pasan del pedestal al cadalso

La sucesión de ataques en todo el mundo contra esculturas abre interrogantes sobre la idoneidad de juzgar a figuras del pasado y sus códigos de conducta desde la perspectiva actual

SERGIO GARCÍA

Domingo, 21 de junio 2020, 02:52

El estallido se produjo el pasado fin de semana y no tardó en expandirse a lomos del viento. El desencadenante fueron las movilizaciones de 'Black Lives Matter' tras el asesinato de George Floyd en Estados Unidos. Pero esta vez el blanco de las iras se remontaba siglos atrás. Nada menos que hasta Colón, cuya estatua en Richmond (Virginia, EE UU) era arrastrada por la multitud y arrojada a un lago en señal de desagravio por los daños que el descubrimiento de América supuso para la comunidad indígena.

Su caso no fue único. Por ese cadalso improvisado desfilaron en cuestión de horas el filántropo Edward Colston (responsable del envío de 100.000 esclavos africanos al Caribe), Cecil Rhodes (dueño de minas de diamantes en Sudáfrica y fundador de Rodesia), Leopoldo II (el mayor terrateniente de la historia, responsable de la muerte de centenares de miles de congoleños que labraron su fortuna con el caucho), o los confederados Jefferson Davis o Robert E. Lee, cuyas estatuas orlan –150 años después de la Guerra de Secesión– ciudades de Virginia, Alabama, Florida o Carolina Sur. Ni siquiera Robert Baden-Powell (fundador de los Boy Scouts) escapó al escarnio, este último por los vínculos que mantuvo con la Alemania de Hitler.

Episodios como estos han vuelto a abrir el debate sobre la idoineidad de juzgar a figuras del pasado y sus códigos de conducta desde la perspectiva actual. Pero, como dirían los británicos, ¿qué sociedad no esconde esqueletos en su armario? Ahí tienen, sin ir más lejos, al artífice de la victoria aliada sobre el nazismo y Premio Nobel de Literatura, Winston Churchill, quien se refería a los indios como «un pueblo bestial» o tachaba a los palestinos de «hordas bárbaras». O los holandeses, arquetipo de la sociedad tolerante, que han creado todo un folclore en torno a 'Pedrito el Negro', personaje basado en el abnegado sirviente de San Nicolás, ese caballero respetable de barba blanca.

Un proceso «interpretable»

No basta con derribar estatuas para cambiar el pasado, pero ese acto ¿sirve realmente para dar una vuelta a nuestro sistema de valores? Cabe, además, hacerse otra pregunta. ¿Podemos proyectar sobre 1492 la mentalidad, la estructura política o el derecho propio de nuestros días? Para Juan Pablo Fusi, catedrático de Historia de la Complutense, ese es «el más grave y frecuente de los anacronismos. Como decía Ortega, el hombre es fruto de sus circunstancias y la historia es movilidad y cambio. No entenderlo así nos lleva a errar el juicio y la comprensión de las cosas. Somos, en definitiva, lo que hemos ido siendo».

De la misma opinión es el antropólogo Ricardo Sanmartín. La historia, asegura, es «un proceso en marcha, siempre inacabado, y como tal susceptible de interpretación». En este contexto, «un símbolo siempre es más complejo que el simple retrato de alguien. La historia nunca cabe en una estatua». Los principios éticos actualmente compartidos hacen difícil exaltar el racismo, la xenofobia o el antisemitismo. Pero comprender las circunstancias ajenas, o las del pasado, no significa aprobarlas, recuerda Sanmartín. A eso se refería esta semana el presidente francés Emmanuelle Macron, cuando se negó a quitar estatuas al tiempo que tachaba de empresa «odiosa» falsear el pasado.

Colón también ha sido objeto de la ira de los activistas, como ocurrió durante el VCentenario del Descubrimiento.

Para Fusi, «sin Colon, Elcano o Magallanes, sin Núñez de Balboa, sin portugueses y españoles, no se entiende lo que fue la primera globalización del mundo. Un hecho de consecuencias colosales» que, admite, tiene también su lado oscuro: «la destrucción de un porcentaje muy alto de la población indígena y la esclavización de 12 millones de africanos negros».

Jonathan Mazower, de Survival International, no es de la misma opinión. «Por supuesto que Colón y otras figuras coloniales no deberían ser 'eliminados' de la historia, pero eso no significa que se las deba seguir venerando, que es en definitiva lo que se persigue cuando se levanta una estatua, honrar a quien se admira. Tanto si se derriban como si no, los países europeos deben revaluar honestamente su brutal pasado colonial. España, Gran Bretaña o Francia nunca han abordado los genocidios que infligieron a innumerables pueblos del mundo, ni la riqueza robada sobre la que se construyó Europa». En este sentido, y volviendo sobre los disturbios recientes, el activista señala que «a veces la ira no solo es buena, sino que es esencial para generar cambios», extremo que Sanmartín niega rotundo. La violencia, dice, «nunca puede ser una terapia».

Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto, advierte que ningún personaje de la historia resiste la aplicación de las normas morales de nuestro tiempo. «El pasado es inflamable, se manipula para alimentar el desorden colectivo, para justificar una matanza o una guerra. No existe pasado que no esté sometido al saqueo, ni historia que no pueda convertirse en un campo de batalla». Cortázar es crítico, por ejemplo, con quienes cuestionan por sistema el papel que España jugó en América. «Esa imagen de los conquistadores imponiendo la religión y la lengua a golpe de sable no es cierta. Nos hemos creído a pies juntillas todos los horrores que nuestros enemigos esparcieron, pero la realidad es que España trasvasa inmediatamente sus universidades al Nuevo Mundo, cosa que no hizo ningún otro país. La primera, la de Santo Domingo, casi un siglo antes de que en las colonias inglesas surgiese Harvard».

Multitudinaria manifestación ante la estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia. afp
Imagen - Multitudinaria manifestación ante la estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia. afp

Ley de Memoria Histórica

Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, parafrasea Wittgenstein cuando dice que uno debería aprender a aceptar las arrugas de su rostro. «Tenemos dificultad para combinar la visión crítica de nuestro pasado con el reconocimiento de que nuestra historia es algo que no podemos rectificar. Al mismo tiempo, como seres históricos que somos, debemos asumir que las diversas generaciones tienen el derecho a reinterpretar esa historia de acuerdo con sus puntos de vista. Nadie puede considerar que su versión del pasado es irrevocable». Innerarity admite que atravesamos un momento de especial histrionismo iconoclasta, «pero deberíamos aprovechar este debate para reflexionar acerca del modo como contamos la historia, tradicionalmente asociada a gestas protagonizadas por varones básicamente militares y no, por ejemplo, por mujeres que sufren o por los oprimidos».

¿Aguanta este escenario la comparación con el derribo de las estatuas de Franco o cambiar de nombre de calles, al amparo de la Ley de Memoria Histórica? Sanmartín y Fusi sostienen que no. «Las estatuas de Franco no se han derribado, se retiraron porque tenían una voluntad de glorificación de los vencedores de la guerra. Una decisión votada por autoridades legítimamente elegidas. La ley no es un acto violento, sino la decisión propia de un Estado de Derecho». García de Cortázar discrepa. A su juicio, «en un Estado democrático no corresponde ni al Parlamento ni al poder judicial definir la verdad histórica. Tratar de hacerlo desde el poder suena a totalitarismo y a intoxicación».

Quizá convenga recordar que entender el pasado es un ejercicio que se hace desde la actualidad y que cuando los actores del pasado estaban construyendo 'su' presente, interpretaban sus circunstancias para poder así crear un futuro. «El problema –resume Sanmartín– es que el futuro se elabora a tientas y nunca sale como uno se lo imagina».

«Si ahora molesta'Lo que el viento se llevó', ¿qué va a pasar con las películas de John Ford?»

La polémica de las estatuas ha coincidido con la retirada de la película 'Lo que el viento se llevó' del catálogo de contenidos de HBO, decisión que se atribuyó al retrato erróneo que el film hacía de la comunidad afroamericana. Aunque la cadena ha dado marcha atrás (ahora irá precedida de una discusión sobre el contexto histórico), cinco días han bastado para que hayan surgido reacciones airadas. «Es una locura –dice García de Cortázar–. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Prohibir las películas de John Ford? ¿Si somos republicanos, echaremos a la hoguera los cuadros de Velázquez? ¿Si somos ateos, destruiremos la Piedad de Miguel Angel? Es una cruzada irresponsable, un auto de fe contra toda una civilización».

A juicio de Ricardo Sanmartín, hay que enseñar que el cine es una ficción creadora de valores y educar al público para que lo vea con objetividad. «Hubo discriminación y sigue habiéndola, pero no mostrarlo es contraproducente», desliza el antropólogo, que pone como ejemplo 'Matar a un ruiseñor', «censurada en su día cuando sus contenidos son plenamente humanos y valiosos». Aunque para describirlos tuviera que servirse del racismo.

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