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Arina no tiene la cabeza para el aniversario de la guerra. Todos sus sentidos están en la cuna que ocupa su pequeña Bohdana, última recién ... nacida en el Hospital Pediátrico de Kramatorsk, principal centro de referencia en el Donbás bajo control ucraniano. Esta madre veinteañera ha dado a luz a su segunda hija; ambas han nacido en una situación de guerra, ya que en esta parte del país el conflicto con Rusia estalló en 2014. «Es muy difícil la situación, muy difícil ser madre en medio de tantas explosiones. Si la cosa no mejora, no tendremos más remedio que coger a las niñas e irnos hacia el Oeste», lamenta Arina, que vive en Druzhivka, en la ruta que conduce a Bajmut, epicentro de los combates en los últimos meses y donde Rusia parece ganar terreno en las últimas horas. La conversación es breve porque la niña está inquieta y no para de llorar.
Este hospital tiene capacidad para 150 pacientes, pero ahora hay apenas 26 niños y Bohdana es la única recién nacida. Antes había tres médicos para cada una de sus tres plantas, pero casi todos se han marchado y solo queda el doctor Dimitri Yakovenko, ayudado por una decena de enfermeras. «Es cierto que vivimos en conflicto desde 2014, pero estos últimos doce meses han sido especialmente violentos y estamos en el momento más duro por la falta de profesionales y de medios. Esperemos que la guerra acabe lo antes posible, a poder ser este mimo 2023», confiesa el doctor.
Eldar es el otro pequeño en planta. Acaba de cumplir 3 meses y supera los 8 kilos. Su madre, Natasha, de 22 años, le acaricia los mofletes y celebra que están a punto de darle el alta tras una semana ingresado con un problema respiratorio. «No quiero pensar en la guerra, ni en la destrucción. Este niño nos ha llenado de amor, es la alegría de mi hogar en medio de tantas malas noticias», dice Natasha. Ella se queda en Kramatorsk con sus padres y a la espera de su marido, militar que lucha en la defensa del Donbás y que aún no conoce a su hijo. «Sueño con que todo vuelva a ser como antes de 2014 y que rusos y ucranianos convivamos en paz. Todo esto que ha pasado es culpa de los políticos, no de la gente; no todos los rusos son como Vladímir Putin», sostiene.
«Ha sido un año de horror para los niños y las niñas de Ucrania (…) Se acuestan con frío y con miedo y se despiertan deseando el fin de esta guerra brutal. Muchos han muerto o han resultado heridos, y otros han perdido a sus progenitores y a sus hermanos, además de sus casas, sus escuelas y sus patios de recreo», ha declarado la directora Ejecutiva de UNICEF, Catherine Russell. El organismo internacional alertó además de que «millón y medio de niños corren el riesgo de sufrir depresión, ansiedad, trastornos de estrés postraumático y otros problemas mentales, con posibles efectos y consecuencias a largo plazo».
Sasha echa de menos poder jugar al fútbol con sus vecinos. Este seguidor del Shaktar Donetsk de 6 años jugaba de portero en su colegio de Sviatohirsk hasta que la guerra obligó a cerrar el centro y la mayoría de sus compañeros se fueron a otras ciudades alejadas de los combates. «Ahora somos padres y amigos, quedan pocos niños con los que jugar y lo peor de todo es que no se atisba solución a corto plazo», lamenta Tania Fomenko, madre de Sasha, ingresado con una infección de orina que está a punto de superar.
En Kramatorsk las cosas están mejor que en Sviatohirsk, pero tampoco hay colegios ni guarderías abiertos. «Han pasado tantos años que nos hemos hecho a vivir así. Incluso hay gente que vuelve y vemos más tiendas y cafeterías abiertas. Parece una locura, pero el ser humano se acostumbra a todo, hasta a vivir en guerra», relata Nasta Fiedosova, de 23 años. Esta semana ha permitido el uso de la tablet a su hijo Yegor, enfermo de pulmonía. El pequeño, de 4 años, está metido en su mundo de dibujos animados, no aparta la vista de la pantalla y tararea sus canciones favoritas. «No hace falta explicarle nada porque ha nacido y crecido en este ambiente de miedo. Solo le deseo un futuro en paz, que pueda ser feliz», apunta Nasta.
Cada familia ocupa un cuarto y las enfermeras están muy pendientes de que no les falte de nada. Todas las ventanas están forradas de madera o con cintas plásticas para evitar que los cristales se hagan pedazos con las explosiones y caigan sobre las camitas de unos niños que solo han visto la guerra en sus cortas vidas.
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