![Bajo el síndrome del Kremlin](https://s3.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202203/06/media/putin-rusia-perfil-2-kIsD-U16011999991704YE-1968x1216@RC.jpg)
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Gerardo Elorriaga
Domingo, 6 de marzo 2022, 00:50
Las antiguas ciudades rusas no estaban guardadas por murallas. El Kremlin era la fortaleza interior que protegía el palacio del gobernador, la catedral y otros edificios importantes de la Administración. Al parecer, las autoridades no temían la acometida de las hordas procedentes de las vastas estepas, sino que se guarecían de los suyos, como si la población constituyera un peligro potencial y debieran permanecer a buen recaudo de súbitas explosiones de violencia o, tal vez, de demandas embarazosas. En una escena del documental 'Los testigos de Putin', dirigido por Vitaly Manski, el político es sorprendido por la visita de una antigua profesora. La incomodidad del encuentro resulta evidente. Vladimir Vladimirovich Putin (San Petersburgo, 1952) parece reticente a retroceder a su adolescencia y rendirse a la vulnerabilidad del recuerdo. El pueblo y la memoria pueden resultar inquietantes e, incluso, peligrosos.
Quizá no sea casualidad que ahora, en plena invasión de Ucrania, Putin reciba en el Kremlin a sus colaboradores más cercanos o a algunos visitantes ilustres manteniendo una distancia más que prudencial con ellos.
El hermetismo, la capacidad para superar las inconveniencias y la atmósfera de sospecha, recorren la vida y obra del todopoderoso dirigente ruso, como si su existencia fuera un trasunto de la azarosa historia de su patria. La paradoja también lo identifica. La visión de los guardias de honor que abren las puertas del magnífico Salón de San Jorge y rinden el saludo de rigor al presidente, ya forma parte de nuestro imaginario. En realidad, esa pompa se halla muy lejos de su origen. Nadie podría imaginar que Vladimir Putin, nacido en 1952, era el hijo de un matrimonio que disponía de una habitación de 7 metros cuadrados y compartía lavabo con otras familias en su humilde piso de Leningrado, hoy San Petersburgo.
Su irresistible ascenso constituye una incógnita aún no desvelada. El triunfo de la voluntad, argüirían algunos, la promoción del proletariado en un sistema socialista, asegurarían otros. Pero el rumbo personal del joven Putin no se antojaba optimista. Aquel joven de expresión gélida y mechón lacio tenía muchas posibilidades de convertirse en un 'vor v zakone', un miembro del crimen organizado, arraigado entre los más humildes. Porque la revolución comunista no acabó con la mafia, surgida en tiempos del zar, sino que sus cuerpos de seguridad la utilizaron como una herramienta contra la oposición tanto en la vida cotidiana como en el lóbrego interior de los 'gulag' siberianos. Las formas de unos y otros apenas variaban y, con el tiempo, incluso confluyeron sus intereses.
El joven judoka y flamante abogado fue captado por la KGB, la policía secreta soviética, siempre necesitada de hombres fuertes e inclementes. Su determinación le auguraba éxito en el jerarquizado aparato. Fue enviado a Alemania del Este, pero la caída del muro de Berlín en 1989 también derribó sus aspiraciones profesionales. El joven agente abandonó un país que se desmoronaba para regresar a otro también en ruinas. Dos años después, la Unión Soviética dejaba paso a la Federación Rusa, una incógnita desprovista de su condición de superpotencia.
La transición política sumió al territorio en el caos. Emprendedores curtidos en el mercado extraoficial y una elite de altos funcionarios, la denominada nomenklatura, se hicieron con los enormes recursos derivados de la privatización económica. Mientras tanto, más del 50% de la población se sumía en la pobreza. La inflación llegó al 84% en 1997. La corrupción, la miseria y la pugna por los recursos se tradujeron en violencia. En 1990 hubo 21.145 homicidios y, cinco años después, se contabilizaron 45.257 en la flamante república.
Putin se reconvirtió al nuevo orden como miembro del equipo de Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo y llegó a ser vicealcalde hasta que su jefe perdió las elecciones. Tal vez, entonces, comprendió los sinsabores de la democracia y su inconveniencia cuando se aspira al poder omnímodo. Abandonó su ciudad natal y se trasladó a Moscú, donde entró a formar parte de la estructura presidencial.
La gran incógnita recorre el periodo entre 1996, año en el que llega a la capital como un modesto burócrata, y 1998, cuando es nombrado director de la FSB, la organización que sustituyó a la denostada KGB. Tal vez, la clave radique en esa conexión entre la nueva clase política, los servicios secretos y el crimen organizado. Aleksandr Litvinenko, el agente envenenado con polonio 210, denunció la complicidad del servicio de seguridad con cárteles de la droga. Otras fuentes atribuyen el irresistible ascenso de Putin al apoyo ofrecido por el magnate Boris Berezovski. Ninguno puede testificar. Los dos murieron, abruptamente, en el exilio londinense.
La candidatura de Putin para la presidencia también se halla entre tinieblas. La difusión de un vídeo de carácter sexual arruinó la carrera del fiscal general Yuri Skurátov, empeñado en procesar a Boris Yeltsin por delitos de corrupción. Existe la sospecha de que los servicios secretos se hallaban detrás de la operación y que el rijoso dirigente agradeció el favor convirtiéndose en su mentor.
El plano en el que Yeltsin, alborozado por el triunfo electoral de su protegido, descuelga el teléfono para felicitarlo resulta antológico. 'Putin. De espía a presidente', el documental de Nick Green, muestra el semblante consternado del expresidente cuando es consciente de que el nuevo jefe del Ejecutivo no devolverá su llamada y que ha pasado página rápidamente. Él es el nuevo inquilino del Kremlin y, pronto, la fortaleza ejercerá su enorme influjo sobre el nuevo huésped.
La amenaza estaba ahí afuera, al otro lado de los muros, como siempre ha sucedido en la historia del gigante. Fue entonces cuando los testigos incómodos, los disidentes y las voces críticas, lamentaron haber bebido aquella taza de té. Litvinenko, el empresario Roman Tsepov o la periodista Anna Politkóvskaia fueron algunas de las víctimas. No se han esclarecido sus asesinatos.
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Aquel individuo gris a la sombra de otros demostró poseer unos horizontes a la altura de su mandato. Desde que tomó el poder, Putin se ha empeñado en reverdecer los laureles imperiales. Como el 60% de sus compatriotas, lamenta públicamente la disolución de la URSS. Pero, a diferencia de los nostálgicos, no ahoga las penas en vodka. El presidente actúa. Su primera misión bélica estuvo en la rebelde Chechenia. Unos brutales atentados, de filiación desconocida, contra edificios de viviendas de la capital impulsaron la ofensiva. La devastación dio paso a un régimen islámico y prorruso a cargo de Ramzán Kadýrov, fiel aliado del gobierno central.
La antigua Unión Soviética se ha convertido en un tablero de ajedrez entre Occidente y Moscú. Las repúblicas bálticas bascularon rápidamente hacia el eje atlántico, mientras que los Estados de Asia Central cayeron en manos de funcionarios locales reconvertidos en sátrapas. Rusia fomentaba los vínculos con los presidentes autoritarios de Turkmenistán, Kazajistán o Uzbekistán, y era especialmente sensible a las revoluciones liberales, movimientos que cuestionaban la continuidad de las elites dirigentes, generalmente cercanas al poder moscovita.
Putin, el judoka y karateca, responde a los golpes con astuta precisión. El hombre fuerte, literal y figuradamente, reacciona sin remilgos contra los intentos de romper el status quo. Siempre hay excusas para movilizar los carros de combate. La Revolución de las Rosas de Georgia en 2003 inspiró la invasión militar y la segregación de Abjasia y Osetia del Sur, y la de Terciopelo hace cuatro años en Armenia dio paso, curiosamente, a la ofensiva azerí. Rusia, tradicional aliado de Ereván, dejó hacer e impuso la paz entre los enemigos irreconciliables.
El hombre pragmático y discreto de antaño se ha mutado en el adalid del nacionalismo y las viejas esencias conservadoras y ortodoxas del pueblo eslavo, pero también es el ideólogo de una nueva Rusia empeñada en contrapesar a la OTAN desde, curiosamente, un sistema ferozmente capitalista.
Ucrania ha sido el último de sus castigos. El Euromaidán o Revolución de la Dignidad de 2014 situó a Ucrania en su objetivo. Tras amputar la península de Crimea y la región oriental del Donbás, se ha lanzado a su conquista, la operación más ambiciosa, arriesgada e imprevisible de su largo mandato. Algunos lo tachan de loco, otros de visionario. Pero, quizás, Putin no sea el tirano que todos ven, sino la víctima, otra más, del Kremlin, el epicentro amurallado del poder, la ambición y el miedo.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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