Hace ya algunos años, cuando trabajaba en el periodismo activo, me llamaron desde Valencia para decirme que el Centro Simon Wiesenthal estaba buscando en nuestra zona a un nazi atroz: el doctor Aribert Heim, «el carnicero de Mauthausen».
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Si las informaciones eran ciertas, el tal Heim se había dedicado, entre otras cosas, a inyectar gasolina a los presos de diferentes campos de concentración y a operarlos a lo vivo extrayéndoles las vísceras por puro placer y maldad. Como otros tantos, se habría escapado de la justicia y habría recalado en España, y todo indicaba que a sus 91 años podría estar viviendo bajo otro nombre -obviamente- en una residencia de ancianos de Calpe.
Las instrucciones eran claras: “investiga a ver qué sacas”. Y claro, como a mí me das un encargo imposible y yo me pongo a la faena sin pensar en cuán imposible puede ser, llamé de inmediato a la corresponsal de Calpe para decirle que teníamos que encontrar a esta persona y repartirnos el trabajo de ir preguntando y todo lo demás. Aún me acuerdo de sus carcajadas.
Con más años de experiencia que yo en el sector, me vino a decir: “pero vamos a ver, un tío al que no ha encontrado ni el Mossad en treinta años ¿lo vamos a encontrar tú y yo en media mañana?”. Y bueno, pues que tenía razón. Y es más, me dijo: “mira, si suena la flauta y lo encontramos llamamos directamente a los que le están buscando para decirles dónde está y nos partimos la recompensa”. Y lo hubiéramos hecho, hasta gratis, pero no lo encontramos.
Con los años supe que el tal Heim había estado oculto en El Cairo durante al menos tres décadas antes de fallecer en el año 1992, o sea, que nada de Calpe. De hecho, desde después de la Guerra y hasta principios de los 60, pudo ejercer tranquilamente como ginecólogo en el sur de Alemania y solo huyó de allí cuando se promulgó una orden de detención internacional. Fue a parar a Egipto tras un viaje no demasiado largo, cambió su identidad e incluso se convirtió al Islam.
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De alguna forma, fue gracias a la búsqueda de Heim que me comencé a interesar por lo que había sucedido con los nazis en la Segunda Guerra Mundial. He leído ensayos, artículos de prensa, he hecho entrevistas, he visto documentales, películas e incluso he llegado a leer el Baghavad Gita, que se supone que era uno de los libros de cabecera de Himmler. Y aún con todo no soy capaz de entender, ni creo que nadie, cómo fueron capaces de cometer de manera tan consciente actos tan atroces.
Una vez, tomando un café, un viejo comediante de Dénia me contó que los que vivían aquí organizaban fiestas y que iba la banda a tocar (entre los músicos, algún político hoy en activo) y los encontraban allí vestidos con sus trajes militares. “¿Y sabiendo que eran nazis accedían a tocar para ellos?”, le pregunté. Eran otros tiempos, me dijo, y a pesar de todo no se conocía tan bien como ahora lo que habían hecho. Aunque en realidad sí se conocía, quizá no en toda su extensión, pero aquellos nazis tenían dinero y las autoridades españolas de la época miraban hacia otro lado.
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Aún hoy, a quienes niegan todo lo que hicieron aquellos nazis o justifican al menos una parte, se les llama “negacionistas”, y es un término maldito y terrible. Por eso me revienta tanto que se utilice este mismo vocablo para llamar de forma despectiva a quienes no quieren ponerse la vacuna del coronavirus o simplemente dudan de la efectividad de las medidas que van tomando los gobiernos. No lo hagan, por favor. El diccionario de la RAE tiene 88.000 palabras. Alguna encontrarán más adecuada.
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